|
Grafismu de Pablo García en La Nueva España |
Mi madre, que era una persona creyente a su modo (como casi todos los creyentes), gustaba de ofrecer una vela en situaciones difíciles, sin olvidar, no obstante, que «Pa con Dios, tener pol carru», o, como dice la paremia castellana, «A Dios rogando y con el mazo dando». En cierta ocasión, pues, hablaba con mi sobrino Guillermo, que realizaba uno de sus primeros exámenes de primaria, y le ofreció poner una vela para ayudar al éxito. Imagino que, inocente, al interlocutor debió bailarle el ánimo de alegría por unos instantes. Mas, prudente y realista, a continuación mi madre añadió: «Bueno, pero eso no quita que no tengas tú que estudiar mucho». Momentos de silencio al otro lado de la línea. Y después un «Bueno, pero entonces no hace falta que pongas la vela».
En cualquier disciplina, oficio o arte en que uno quiera tener un nivel aceptable o destacar (músico, atleta, pintor, empresario, ebanista…) es necesario estar dotado de una cierta disposición o capacidad innata para ello (nadie pinta bien o corre en registros notables si su estructura cerebral o física no parte de unos niveles altos iniciales), tener interés por la materia y, finalmente, afanarse muchas horas en adquirir las habilidades y los conocimientos necesarios para tal fin. Pues bien, ello, que es la «ley común» de cualquier actividad humana, parece obviarse por completo en la enseñanza española.
La idea implícita que estructura los niveles básicos y medio de la instrucción (incluido el bachillerato, y me temo que últimamente, en parte, la universidad) es que no existe ningún alumno que sea constitutivamente incapaz, ninguno que carezca de interés y, desde luego, que el esfuerzo es un valor despreciable (como memoria, por ejemplo) o no considerable o estimable, frente a valores «superiores» como los de la sociabilidad, la empatía social u otros.
Por lo tanto, la falta de capacidad sería subsanable mediante medidas ad hoc; la falta de interés sería culpa del profesor o del sistema (ese campo invisible, como el de Higgs, que, sin embargo, explica todos y cada uno de los defectos de la realidad, cada una de sus imperfecciones). En consecuencia, si alguien obtiene malos resultados es siempre por causas exteriores a él.
El campo de la enseñanza y el de las instituciones donde se imparte es, además, un ámbito en que se junta la cháchara de muchas personas que nunca han pisado las aulas como docentes pero que discursean sobre ello; de eructemas que teorizan sobre la práctica docente y discente, pero que desconocen la «física» de las personas en grupo y aun la «física» particular de los individuos sometidos a diario a la rutina y a la convivencia en grupo; de reformadores y predicadores sociales, tanto en el aula como fuera; de personas que proyectan sobre los alumnos sus pulsiones redentoras o transformadoras; de poseídos de lo que yo llamo «síndrome del presidente de comunidad de portal», que cree que todo cambia o mejora si se sustituyen los apliques de la pared que hasta su mandato había por otros nuevos. Y, no lo olvidemos, en torno a las instituciones giran un montón de discursos que, aunque se digan otra cosa, son simplemente intereses pane lucrando, tanto por los puestos de trabajo como por los votos ligados a determinadas fes.
Estamos hablando de enseñanza, pero quizás deberíamos hablar de «instrucción» pública, tal como en lo antiguo se denominó al ministerio del ramo. Porque bajo el término «enseñanza» la escuela actual pretende transmitir valores y conductas de tipo social: idearios políticos o religiosos, preferencias personales, conductas públicas… Supongamos que todo ello es magnífico y deseable. Sin embargo, y en general, la capacidad de la escuela para vehicular todo eso es prácticamente deleznable. Son la familia, los medios, las redes —hoy— y el grupo quienes imponen (y no por este orden) principalmente valores y conductas a niños y adolescentes. Y quien no lo quiera ver vaya a los centros y observe cómo tras la clase de ecología y medio ambiente, el suelo se llena de basura y no se apaga una luz en las aulas; compruebe cómo tras décadas de discursos ellos y ellas siguen siendo igual de machistas que siempre; quiera ver de qué manera, tras las clases de educación sexual y de información al respecto, los adolescentes se creen inmunes a la enfermedad y al embarazo.
Pero vengamos a las comprobaciones, a los datos del reciente informe PISA (muchos de los cuales se interpretan mal, por cierto: en la interesada dirección, precisamente, de reafirmar la cháchara que causa nuestros malos resultados). He aquí un dato: los alumnos que mejores notas obtuvieron, de entre los países y centros encuestados en el mundo, fueron, tanto en 2009 como en 2012, alumnos de los institutos públicos de Shanghái, que estudian desde las 9 de la mañana hasta las 9,30 de la noche. Pero no hace falta ir tan lejos. Aquí también ocurre. Si ustedes leen la Evaluación de Diagnóstico 2012 de Asturies, hecha por nuestro Gobierno (la tienen ustedes en
www.educastur.es), comprobarán que los alumnos que dedican entre 30 y 45 minutos diarios a realizar sus deberes en casa obtienen unos 50 puntos más que quienes no lo hacen. ¡Acabáramos! ¡Ya ven! ¡Qué descubrimientos! O sea que, como en cualquier oficio o disciplina, hay que poder, querer y trabajar (mucho) para tener buenos resultados.
Es decir, que como diría mi sobrino Guillermo, «entonces no hace falta ninguna vela». Ni planes educativos, ni discursos ideológicos, ni prédicas redentoras, ni cháchara pseudocientífica, ni mentalidad mágica o metafísica. Cosas sencillas básicamente: trabajo, esfuerzo, responsabilidad, realismo y atención a los alumnos en los términos en que ellos —concreta, individualmente, no en virtud de una abstracción— lo necesitan.
Dos cuestiones finales. La primera: si, en general, los resultados de los alumnos reproducen las condiciones previas —ambientales, familiares— con que entran en la escuela, la ausencia de exigencia no ayuda a la igualdad de oportunidades y a la promoción social, sino a la reproducción de las condiciones de entrada. Otra cosa es que, en aras de un discurso pretendidamente justiciero, se los mantenga durante unos años en un nirvana embaucador y frustrante (aunque viagrante para algunos teóricos y redentores).
La segunda: si la escuela tiene tan escaso poder transformador de conductas, actitudes y valores, ¿por qué no miramos hacia el lugar donde reside el problema? El que nuestros niños y jóvenes sean de los menos preparados de Europa para enfrentarse el mundo, de los más protegidos en el ámbito familiar, de los que asumen menos responsabilidades y viven a expensas de los demás durante más tiempo, de los que más creen que todo son deberes para con ellos y sienten que tienen escasas obligaciones, sino ninguna ¿no tendrá nada que ver con todo ello?