En el estado absoluto de naturaleza o en mítica Edad de Oro de los poetas no existen los actos morales. El hombre no posee otras opciones de actuación que las que le son dadas o le son posibles. Pero en cuanto el hombre se constituye en sociedad política comienza a verse obligado a tomar decisiones entre alternativas, decisiones que entrañan consecuencias para él o para los demás. Y a medida que la sociedad es más compleja y que el individuo dispone de más opciones y de más conocimientos, el ámbito de lo moral se ensancha como un universo en expansión. De modo que nuestros actos, nuestros juicios o nuestros silencios son siempre morales o deberían serlo. Sin embargo, muchos de nuestros contemporáneos se han instalado en lo amoral, en la ausencia de juicio o en el juicio solo aparente, en un metajuicio que evita el juicio, y, por tanto, el acto moral, el cual entraña responsabilidad y es un rasgo de nuestro proceso de no-naturaleza, de humanización.

Donde ha habido una auténtica ciclogénesis explosiva de amoralidad ha sido recientemente a propósito de la inmigración, con motivo de los muertos de Ceuta. Dejo a un lado las miserables víctimas y lo que hubo de explotación partidista de la desgracia y me centro en las cuestiones relativas a la entrada de inmigrantes sin control en nuestra tierra. La mayoría de los partidos y de los comunicadores han montado un festival de lamentos sobre la frontera y las prohibiciones de entrada apelando a los derechos humanos, la miseria de África, la explotación de ese continente, la Europa rica; pidiendo, de forma explícita o implícita, la supresión de controles (o los controles sin controles) y la emigración sin límites de la paupérrima África a la rica y egoísta Europa. A cada uno de quienes opinan así podría preguntársele, empleando el mismo discurso demagógico: ¿y usted a cuántos está dispuesto a acoger en su casa? No lo hagamos. Limitémonos a escucharlos: ¿Cuántos dicen que pueden venir? ¿30.000? ¿300.000? ¿30.000.000? Habrá que darles, suponemos, casa, alimentos, sanidad. ¿O vagarán por las calles sin nada? ¿Cuáles serían los efectos de toda esa gente sobre el paro y sobre los salarios de los trabajadores? ¿Cuál el monto del déficit y la deuda, cuál la subida de impuestos? Escuchémoslos: ni una palabra. He ahí un ejemplo perfecto del pensamiento amoral: se enuncia una proposición, se formula un mandato, se exige una actuación. Pero de las consecuencias de ello nada se quiere saber, es más, se rechaza siquiera discutirlas en nombre de los principios. He ahí un ejemplo perfecto de pensamiento amoral. Eso sí, suena muy agradable, luce mucho socialmente.


No, la palabra «diálogo» no es muchas veces más que una escusa para mantenerse equidistante de víctimas y verdugos, para no responsabilizarse de los juicios propios, para evitar caer mal a alguien; para investirse, en todo caso, de esa túnica sagrada de lo simpático y correcto que, siendo estéticamente exitosa, representa una actuación radicalmente amoral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario