Nuestro ilustrado lector ya lo sabrá prácticamente todo con respecto a Ucrania tras estas semanas agónicas. De todas formas, me permito traer aquí un pequeño vector de la historia, que tal vez ayude a comprender un poco mejor el presente. Existía en Ucrania una larga tradición de bardos (de aquella estirpe que, por ejemplo, encontramos tocando y cantando en varios pasajes de la «Odisea», los «divinales aedos»), generalmente ciegos (como la fama pinta al propio Homero) que, de aldea en aldea, como un museo viviente, entonaban canciones y baladas en que se recordaba el pasado heroico e independiente de Ucrania. Stalin, en su política indesmayable de crear el «hombre nuevo» y de arrasar cualquier rasgo nacional o cultural que no fuese el creado por la nueva religión, los convocó a un «Iº Congreso Panucraniano». Acudieron algunos centenares; fueron detenidos y en su mayoría fusilados.
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Pero la cuestión de Crimea y Ucrania dice mucho también sobre nosotros, sobre la sociedad española y, en general, la europea. Adentrémonos por la superstición del pueblo y de la plaza en pie. Recordemos que el último capítulo de Ucrania ha empezado en la plaza de Maidán, a través de una mezcla de protesta popular, golpe de estado e instigación terrorista mediante disparos de francotiradores. Pues bien, lo notable, en cuanto a nosotros se refiere, es el entusiasmo habitual con que gran parte de los comunicadores y de la izquierda perciben en ese tipo de acontecimientos la expresión de una manifestación «semidivina», de la parusía del «pueblo» en su más pura expresión. Poseídos por una especie de viagra discursivo adolescente, por la nostalgia de «la revolución pendiente» —de modo semejante a la que exhibía parte del falangismo durante el franquismo—, ignoran que esa idealización que llaman «pueblo», a la que revisten de carácter salvífico y beatífico, es una mezcla compleja de idealismo, juventud, manipulación, canalla y aventurerismo, entre otros; y, sobre todo, ocultan que quien gana las revoluciones no es quien sale a rogar por ellas, sino quien las manipula y quien tiene el poder y la organización para encauzarlas.
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«Si Putin se conforma con Crimea, vamos bien», escribí cuando aún no se quería aceptar que los activistas armados en esa península eran, en realidad, tropas rusas. Pues bien, por desgracia no va a quedar ahí la cosa. Si los acuerdos de Ginebra del pasado fin de semana entre Ucrania y Rusia son sinceros (que es muy dudoso que sean otra cosa que un movimiento propagandístico coyuntural) y las milicias rusas y prorrusas están dispuestas a cumplirlos (que a la hora de escribir estas líneas está por ver), ello no implicará más que una calma temporal: posteriormente habrá otros pasos por parte de Rusia a fin de anexionar —de manera formal o mediante una ficción federal—, al menos, una parte de Ucrania. Si la lógica de la situación y de los actores no bastase para hacerlo evidente, ahí están las palabras del jerarca del Kremlin: «Confío en no tener que ejercer mi derecho a enviar tropas». Además, Putin sabe que cuenta, entre otras cosas, con la opinión pública mayoritaria en Occidente.
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Pero si no se quiere ver la realidad y, además, solo se quiere ver y gritar contra lo que hacen unos, que somos nosotros mismos pero en figura de otros, ¡todos tan felices!
Xuan Xosé Sánchez Vicente
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