Recuérdovos que podéis disponer de dos noveles míes más, en castellanu, de non menos interés que la última (
No miréis al mar y
Retrato de desposados con panamá al frente. D'esta última doivos una crítica qu'Óscar Roces Arboleya tuvo a bien faceme.
La
mio última novela en castellanu, Retrato de desposados con panamá a su
frente, sigue gociando d'ésitos de públicu y de crítica. La novela ye,
como se sabe, un retratu de la sociedá asturiana a lo llargu'l sieglu
XX, per un llau; per otru, l'análisis de la evolución d'una familia,
especialmente dende'l puntu de vista de la so protagonista.
Llanto equí la cabera de les crítiques que se publicaren en prensa (les privaes siguen llegándome a diariu):
Retrato de desposados ...
«Retrato de desposados con panamá a su frente»
La nueva novela de Sánchez Vicente ofrece un singular dibujo de la sociedad
En
mi último artículo en la prensa asturiana, intuí el carácter epilogal
de la trayectoria de Joaquín Pixán, el Schipa asturiano, quien, agotada
la sensibilidad de una sociedad artrítica, puso rumbo artístico hacia
las cálidas latitudes sureñas de España. En cambio, nada hay de punto
final en esta nueva aparición para comentar la obra de otro insigne
asturiano, Xuan Xosé Sánchez Vicente, y, más en concreto, de su última
novela «Retrato de desposados con panamá a su frente». Poliédrico relato
que narra la historia de una casería, La Canga, desde su creación en
los años veinte, bajo el impulso innovador del matrimonio formado por
Lola y Laureano, hasta su venta y demolición en la década del presente
siglo.
Si
consideramos la trayectoria vital del escritor, era totalmente
previsible que los distintos moradores de la casa sufriesen los
sucesivos regimenes políticos del siglo XX. El recuento histórico,
salpicado de algún momento melodramático al modo de un «Lo que el viento
se llevó» y, en otros muchos, de un heroísmo a prueba de Gigantes,
podría lastrar la atención del lector hacia somnolientas profundidades.
Sin embargo, la plúmbea armadura histórica emergerá, desde el negro
estructural, en luminiscentes colores verdes, azules y grises justo
cuando el avezado escritor entrega parte de su pluma al poeta salvador
del erial literario asturiano en el último siglo. En este sentido, no es
difícil reconocer en los lienzos de Evaristo Valle a algún cura muñidor
y glotón como el don Severino de la novela; un hacendado enamoradizo y
galante como don Aurelio; un médico europeo y liberal a la manera de don
Andrés; aquellos mendigos que todos conocimos y nada tenían de
haraganería, sino de indomable humanidad como el probe Eusebio el
Trapes; o a Terio, un asalariado a unas horas hombre y a otras tantas,
máquina. Esta autoría societaria, que enriquece visualmente la trama
construida por Sánchez Vicente, permite comprender, a su vez, la
distancia que separa a Valle del resto de artistas: Asturies ha sido una
patria sin poeta, pintada por el más descriptivo y jocoso de nuestros
narradores.
Era
muy probable, igualmente, que una línea de pensamiento
técnico-económica guiase esta historia. Como en el punto anterior, sólo
la cercanía de los aconteceres economicistas pudiera liberar la prolija
anotación de los progresos propios de una comunidad occidental. A esa
casa llega el primer signo de industrialización con la puesta en marcha
de una fabrica quesera; también la mecanización, con la compra de una
máquina segadora; la asociación agraria, de la mano de la primera
cooperativa lechera asturiana; la comunicación, cuyos medios virarán por
primera vez su objetivo hacia las gentes de campo; la
profesionalización, al generalizarse la contratación laboral ajena; o la
competición, con la pujanza de certámenes provinciales de ganado. Estas
transformaciones alejarán la casería asturiana del antiguo régimen, del
autoconsumo y, en muchos casos, de la mísera supervivencia, para
instalarla, según palabras de John Berger, en la senda unidireccional
del progreso, esto es, en una rentable granja capitalista.
Sin
embargo, la singularidad de esta obra se halla en el dibujo de una
sociedad que, satisfecha ahora en su esfuerzo pasado, desarrollada y en
disposición al consumo, vencedora, cree ella, en la democracia, es
convocada por una aldaba severa y misteriosa del pasado, por un arcano
que pudiera golpearla, turbarla o enajenarla en su nuevo orden. Con una
habilidad como pocos habíamos soñado, con una ductilidad sólo apreciable
en más de una lectura, el escritor coloca esa máxima expresión del
espíritu que es el canto, ese arte volátil y efímero del presente y a la
vez mensaje corpóreo de los antepasados por repetición inmemorial y
encadenada, en los más trascendentes ritos de paso cíclicos y vitales
del ser humano. Laureano, por un lado, arrancará su voz al compás
efervescente de la primera sidra; etílica y sublime culminación de las
duras labores del año y de nuestra producción agropecuaria. En otra
dimensión, como un secreto de alcoba, privado y reconcentrado fue el
canto de Laureano el día de su matrimonio. A pulmón abierto, como
interlocutora una inmemorial noche cósmica, desafiante con los hombres,
con una rabiosa intención testamentaria, también cantará Laureano en la
hora de su muerte brutal.
Aunque
caminemos ricos y satisfechos hacia algún sitio, quizá un niño, un
sueño o una canción nos recuerdan que una ancestral tierra inmóvil algún
día nos reclamará sin excusas y lo hará, previo análisis de la
idoneidad refertilizadora de nuestros detritos, con benevolencia hacia
unos pocos y hacia casi todos, con justa impiedad.
Llegarán,
sin duda, excelentes novelas de un autor que, a día de hoy, ha
producido un perenne fruto en los sabidos ámbitos lingüísticos, las
recuperaciones artísticas, la praxis política o la semiótica colectiva.
El momento en que este visionario jovellanista, solapado entre
eficientes virreyes ministeriales y torpes reyezuelos comarcales
inhaladores de la energía, deje de caminar sobre el tiempo laberíntico
de un pueblo que no merece más, nuestra delectación lectora se volverá
doblemente literaria, doblemente gozosa. No nos importará que se mueva
cerca del desubicado magicismo sudamericano o que, casualmente, caiga en
las manos necrófilas de los insuperables escritores leoneses, siempre
que abandone el trillado tiempo histórico y camine sobre un espacio
detenido, sobre cualquier tierra. Sepa nuestro escritor que para
nosotros Ainielle está ubicada en León, la Omaña de La fuente de la edad
es una región semimontañosa de Asturies y que la próxima Canga pasará a
llamarse, con toda seguridad, Thrushcross Grange. De momento, disfruten
de esta novela que aún oscila entre lo prometeico y lo simbólico.
Ps.
¡Ah! no olviden que «Retrato de desposados» también es una magnífica
novela policiaca. Hay dos asesinos, un solo cuerpo del delito y un
testigo. Los confesos son un servidor breoganés del orden y un famélico
educador emérito; la víctima yace en la morgue, inerme; y el desamparado
testigo se suicida momentos antes de las vistas. Veamos si descubren
ustedes el verdadero asesino. Una pista: l'enemigu, dende siempres, tá
dientro.