Desde 2003, con la llamada Declaración de Santillana, en la que el PSOE proponía una soluciòn federal asimétrica (en realidad, una posición sobresaliente con respecto de las demás autonomías de Cataluña), vengo hablando del problema territorial español, de las tensiones implícitas en él y de sus posibles salidas.
De la misma forma, vengo denunciando les babayaes, los eructemas, los nademas los obviemas y la falta de sindéresis de la mayoría de los partidos políticos y de tantos (aquí hay alguna afortunada excepción, aunque escasa) opinadores y tertulianos.
Al respecto, y víspera de las elecciones catalanas, vuelvo a publicar aquí una entrada (una de tantas) del 23/09/2012:
Escucho y leo con extrañeza a
tertulianos y eruditos afirmar con rotundidad que la independencia de Cataluña
es imposible porque las leyes y la Constitución no lo permiten o no lo harán
posible. Y con enorme entusiasmo despliegan toda su sabiduría en explicar el
largo proceso que, pasando por las cortes y por un referéndum entre todos los
habitantes de España, sería necesario.
Pero para proclamar la independencia no
se necesita más que un balcón donde asomarse y decirlo, como hicieron Companys
y Macià en 1931 y 1934. Porque quien se declara independiente de otro entiende
que es soberano para hacerlo y, en consecuencia, que la leyes ajenas carecen de
cualquier sentido para sí mismo. Es él, a partir de ahora, el único capaz de
legislar y obligarse mediante lo legislado; y ello, además, en el entendimiento
de que su soberanía, en la cual basa su derecho a proclamarse independiente,
era previa a esa afloración de la misma que constituye su manifestación. Por
tanto, ningún poder tienen sobre él ninguna ley ni voluntad que no sea las
suyas. La soberanía y la independencia son actos políticos, no jurídicos;
fuente de juridicidad, no producto de ella. El proclamarse independiente es, en
términos lingüísticos, un acto realizativo.
Quizás merezca la pena señalar que ese
proceso de emotividad popular ha tomado las dimensiones actuales de forma
inopinada. Se ha ido gestando, preparando y motivando durante mucho tiempo, es
cierto, pero su eclosión generalizada y virulenta (como la de las flores del
milagro de san Luis del Monte, que Feijoo estudió) se ha producido en horas. En
este sentido, los manifestantes del día 11 se han puesto por delante de muchos
políticos nacionalistas que pretendían ir administrando la situación o
preparando el futuro poco a poco; de modo que ahora no pueden estos más que
subirse al tigre y cabalgar sobre él sabiendo que ya no podrán bajarse ni
refrenar sus ímpetus. Y, por otro lado, si quien sube al balcón tiene la
mayoría parlamentaria suficiente y el apoyo popular, ¿qué cabria hacer desde la
periclitada legalidad del estado?, ¿mandar los tanques?, ¿encarcelar a todos
los dirigentes?, ¿suspender la autonomía y nombrar a dedo gestores de la
administración?
Apuntan algunos que a los catalanes no
les interesa en verdad la independencia, por importantísimos motivos que se
podrían sustanciar en dos: en primer lugar que descendería notablemente su
renta per cápita; en segundo lugar, que podría convertirse en un estado paria,
fuera de la Unión Europea. Argumentar eso es desconocer que, pese a lo que se
diga, la política es mas emoción que razón; y, en segundo lugar, que los
políticos harán lo que les exijan sus ciudadanos, aunque conozcan o teman el
desastre al que se podrían encaminar.
Es conveniente señalar también que al
actual estado de cosas han concurrido no solo los nacionalistas, sino gente de
tan poca sustancia como los militantes y dirigentes del PSOE de toda España y
de Cataluña. A la cabeza de ellos, Zapatero, quien, entre otras lindezas,
afirmaba que la última reforma estatutaria solventaría «el problema catalán»
por veinticinco años. El resto de los dirigentes —con nuestro brillante Javier
Fernández a la cabeza— en su pos, preparando el camino desde el verano de 2003
en Santillana, con aquel invento discriminador del «federalismo asimétrico»
para Cataluña.
Evidentemente la cuestión catalana, su
propuesta independentista, va a ser fuente de problemas políticos de enorme
gravedad, para ellos y para todos nosotros. Y también económicos. Porque es
posible que la incertidumbre del conflicto dificulte nuestra financiación
exterior y provoque retracción interior. Si pensamos, además, que a partir de
las elecciones vascas probablemente se planteará el conflicto en términos
semejantes, emulando los vascos a los catalanes y, a su vez, compitiendo el PNV
y Bildu por capitalizar el proceso, el panorama se dibuja ciertamente
borrascoso.
A mi modo de ver, no hay más que una
forma de enfrentarse al problema y es dar un paso adelante mediante un acuerdo
PP-PSOE que, modificando la constitución, reconozca el derecho de
autodeterminación y establezca las condiciones para la celebración de
referendos de independencia, señalando el quórum necesario para el éxito (un 70
%, por ejemplo, cifra que proponía Xavier Arzallus hace tiempo) y las fórmulas
para la indemnización de aquellas personas que no quisieran adoptar la
nacionalidad del nuevo estado y prefiriesen abandonarlo.
De esta forma, al eliminar el pretexto
de que no existen cauces para la expresión del pueblo, se dificultaría el fait
accompli de la independencia unilateral; se proporcionaría una válvula de
escape a los políticos nacionalistas que, empujados a proclamar la
independencia, dudasen de su conveniencia; y, mediante un acendramiento de los
procedimientos democráticos, se trasladarían el problema y la resolución del
mismo al propio territorio mismo donde se origina: los partidarios de la
independencia deberían enfrentarse y clarificar dificultades y voluntades con
todos los conciudadanos de su propio territorio, sin que ahora, frente al exterior,
pudiesen oponer una voluntad universal nunca medida, comprobada ni sometida a
un debate clarificador.