Como yo, ustedes han oído hablar mucho del «negro de Alabama» para explicar el origen de la crisis financiera mundial, una crisis provocada por el neoliberalismo, las políticas de Jorgito Bush, los neocons, la falta de regulación por parte del Estado y la codicia, un pecado capital constituyente fundamental de libre mercado y del capitalismo.
El proceso habría consistido en que a un pobre negro de Alabama se le habría forzado, prácticamente, a comprar, mediante préstamo hipotecario, bienes inmuebles que no estaba en disposición de financiar ni pagar. Ese teórico bien inicial («hipoteca subprime») se habría ido hinchando progresiva y elefantiásicamente en su valor mediante sucesivas transmisiones en los cuales la parva realidad inicial («activos tóxicos») se iría ocultando bajo nombres pomposos. Y finalmente, la concupiscencia y la falta de escrúpulos del capitalismo neoliberal estadounidense habrían exportado esa burbuja tulipanesca a España y el resto del mundo, víctimas inocentes de un capitalismo sin corazón.
Todos habíamos creído que «el negro de Alabama» no era más que una especie de «exemplum» medieval o parábola evangélica para hacernos entender la confusa realidad. Pero estábamos equivocados, el tipo existe y tiene nombre, apellidos y rostro -especialmente rostro-. Es, efectivamente, un ciudadano de Murcia (Alabama). Les contaremos los últimos avatares de su historia.
En el año 2006, el Gobierno ultraliberal y desregulador de Jorge Bush estaba interesado en controlar el rumbo de Repsol. Para ello obligó a nuestro prietu murcio-alabamés a hacerse con un crédito de 5.200 millones de euros para que tomara el 20% de Repsol, al precio de 26,7 euros por acción. Como nuestro pobre desheredado no tenía ese dinero, el Instituto de Crédito Oficial (yanqui) presionó a 42 entidades financieras para que concurrieran a completar ese préstamo. La misma institución (ICO), dependiente de la Reserva Federal estadounidense, financió con 350 millones de euros la operación. Como el pobre indigente no tenía bienes con qué garantizar la devolución del crédito, el mismo bien comprado (las acciones de la petrolera) constituyó aval suficiente para ello.
Al igual que ha pasado después con otras operaciones de este tipo, cuando alguien ha pedido que se pusiera el «dinero real» encima de la mesa, todo se ha descubierto, desinflado y echado a rodar: el pobre murcio-alabamés no tiene cómo devolver lo que prestó, entre otras cosas porque las acciones de Repsol han caído a la mitad, del mismo modo que su modesta residencia (bautizada por sus vecinos, en sus cantos dominicales de espirituales, como «Sacyr-Vallehermoso»; sin duda, este segundo nombre, en alabanza de las moradas celestiales que esperan a los bienaventurados); los bancos prestamistas, que habían valorado inadecuadamente la realidad especulando con valores futuros que no se cumplirán, están en un grave aprieto; la propia compañía petrolera corre el riesgo de ser adquirida por manos contrarias al interés nacional.
De modo que ya ven ustedes: el capitalismo sin escrúpulos de un país donde es «todo mercado y nada Estado» (según bien dicen Zapatero, Blanco y Fernández de la Vega) acaba exportando sus vicios y llevando al caos y a la recesión el conjunto de la economía mundial.
Pero lo peor no es sólo eso. Lo peor es que -estamos seguros- han escogido esa concreta víctima, el pretendido «prietu de Murcia-Alabama», cuyo nombre ahora pasamos a desvelar, por su franca españolidad, por su nombre español: Luis del Rivero. Y lo han hecho, lo saben ustedes tan bien como yo, por la envidia y el odio que los yanquis nos tienen a los españoles desde siempre, desde Cuba y Filipinas.
¿Y cómo se lo vamos a perdonar, aquello y esto? Cuba, Filipinas y, ahora, una gravísima crisis que no sólo no era nuestra y nos la han contagiado, como una enfermedad infecciosa, sino que han buscado ese nombre tan español para herirnos aún más en nuestro orgullo. ¡Imperdonable!
De modo que bien hace nuestro presidente, don José Luis, en sentarse al paso de la enseña de la bandera de tan canalla país. Es más, si no fuese tan prudente y timorato, el Presidente debería haber hecho otra cosa con la bandera estadounidense. Otra cosa que aquí no digo por respetos a la persona de ustedes y a su decoro. Pero bien se lo merecían.
¡Traernos su crisis aquí, donde nunca hubo especulación, ni favoritismo hacia los amigos, ni préstamos temerarios de los bancos, ni burbuja inmobiliaria, ni apalancamientos, ni garantías ficticias para los créditos!
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