Allá en los primeros años de la posguerra civil hervía el discurso patriótico en pro de un «Gibraltar español». Pues bien, uno de aquellos tipos célebres que ya han desaparecido de nuestras calles, un tal Calpena o Carpena, creo recordar, un tanto aficionado al Baco barato y abundante, harto quizás de tanto discurso, se embarcó en la aventura de recorrer las calles de Xixón arrastrando con cadenas un morrillu y proclamando, entre paradas e hipidos:
—¿Nun queríes el peñón? Pues ehí lu tenéis.
Las crónicas acaban con él en comisaría y una buena tolena en llombu.
Como la tópica magdalena proustiana, me ha traído la evocación de este episodio ciudadano la renovada propuesta forense del «Gibraltar español», que tanto entusiasmo ha concitado en otros foros, los nefelibáticos y digitales. Pero no es hoy de magdalenas, carpenas o tolenas de lo que quería hablarles, sino de estampas próximas de la campaña electoral asturiana.
Digamos, en primer lugar, que es de una sosería insuperable, según ha sido siempre. Salvo Foro, que está obligado a decir, en parte, algunas cosas distintas (en gran medida dice lo mismo que el PP, como es inevitable), PP, PSOE, IU y UPyD (sé que hay otros, pero, lo siento, su voz es absolutamente inaudible) repiten lo mismo, punto por punto, que sus «mayores». Y es que aquí los partidos centralistas nunca han sido más que delegaciones oficinescas de Madrid, con escasa imaginación y con nula vocación de iniciativa propia: su papel se ha limitado, en todo caso, a gestionar con mayor o menor fortuna los intereses locales de la cartera de clientes de sus casas centrales. Cuando esa gestión ha sido deficiente, parte de esa clientela se ha rebelado, pidiendo no un nuevo contrato, sino mayor eficiencia en la aplicación del antiguo.
De esa manera, da igual sentir a don Gaspar que a don Cayo, a doña Mercedes que a don Mariano, a don Antonio que a don Alfredo: con horas de diferencia repiten las mismas propuestas, las mismas lisuras, iguales soserías, idéntiques bocayaes. La única variable es la reiterada petición de don Antonio de tener un mano a mano con doña Mercedes para hacer patente que, aunque hace ver como que no tiene programa, «lo tiene tan grande y tan monstruoso» que lo tiene que ocultar a fin de no espantar a quienes ha seducido (don Mariano, quiero decir, no doña Mercedes, supongo).
Por lo demás, el atuendo de los cabezaleros nos depara un puñado de imágenes que, a veces, causan pasmo, suscitan ternura en ocasiones. Así la aparición por los mercados asturianos de Álvarez Sostres completando el pinturero pañuelo de bolsillo con una gorra de paño de filiación manchego-andaluza. O la vuelta a las andadas de don Francisco, habiéndose escapado del estilista o asesor que lo había pulido en los últimos tiempos, y retornando a esas cazadoras rojas, esos jerseys de color rosa y esos vaqueros, indumentaria que, sin duda, lo proustmagdalenea a tiempos más juveniles, quizás cuando acompañaba a Fraga por las veredas fluviales de Asturies y los salmones eran más abundantes que en el presente.
Don Gaspar se había caracterizado hasta ha poco por su sincorbatismo. Vestía bien y caro, pero habitualmente de manera informal. En esta campaña, sin embargo, para pasmo del observador, no abandona la corbata, ya corteje al altivo cirujano, ya trate de seducir al pescador de ruin barca. Y es aquí cuando mi memoria regurgita otro episodio del pasado. Se produce en el Parlamento asturiano. Se acerca a mí un prócer del socialismo, un prócer de muy destacados cargos y desempeños a lo largo de décadas, y me dice:
—¡Como se nota que yes de dereches!
—¡Home! ¿Por qué, fulanu?
—Porque siempre uses corbata.
Me estremezco de horror y deseo en lo más íntimo de mis entrañas que no tuviese razón aquel prohombre de la FSA. Porque, de ser así, con la corbata perpetua de don Gaspar —que ni siquiera es roja— se habría derrumbado uno de las últimas columnas que, tras el desmoronamiento del muro de Berlín y la huida de doña Rosa Aguilar, sostenían en pie el edificio de la conciencia crítica occidental, el faro que nos indicaba el camino del futuro y la emancipación a los mortales de a pie, que somos la gran mayoría. ¡Don Gaspar con corbata, habrase visto!
Pero pronto me tranquilizo pensando en que posiblemente no es muy sutil el juicio del notable socialista y que probablemente no vale más que un bono de deuda soberana griega, pues fue él uno de los contribuyó, en su día, a seleccionar a don José Luis Rodríguez Zapatero como el mejor de todos los hombres (y mujeras) del PSOE, y recuerdo que, además, se vanaglorió siempre de lo atinado de su elección.
Mas al momento siguiente un nuevo pensamiento viene a conturbarme, y aprieta mi corazón como dicen que lo aprieta el Pesadiellu en los terrores nocturnos: ¿Y si es, efectivamente, bueno su juicio? ¿Y si don José Luis era y es, efectivamente, el mejor de todos los militantes (y militantas) del glorioso partido de Pablo Iglesias? ¡Entonces, la corbata de don Gaspar, si no anuncia la llegada de la gran Prostituta, es por lo menos la rasgadura del séptimo sello! ¡Penitentiam agite! ¡Está cerca el fin de los tiempos!