Somos lo que somos, por eso la mayoría de las opiniones que se manejan sobre esta feroz crisis se reducen a cuatro tópicos y dos recetas alternativas. Uno de esos tópicos es el de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, al que, con frecuencia, se suele retrucar con una afirmación individual: «Yo no he vivido por encima de mis posibilidades». Pues ustedes perdonen, pero yo sí. He tenido a mi servicio autovías y aeropuertos que no podíamos pagar, puedo disfrutar en El Musel de kilómetros de espigones para pescar o de explanadas para aparcar para los que tampoco había dinero, y, si continuamos aquí, en Asturies, dispongo de decenas de establecimientos culturales sin abrir por falta de medios o de carreteras que habrá que estar pagando durante muchos años. No importa que el abrir estas vías no haya sido decisión mía: ahí están para mi uso, si lo deseo. No importa tampoco que algunas instalaciones culturales estén infrautilizadas o no se hayan llegado a abrir. Se han levantado no pudiendo hacerlo o con escasa utilidad, pero con la finalidad de ponerse al servicio de todos y, desde luego, con la legitimidad que a quienes tomaron esas decisiones les daba el formar parte de la Administración y el haber sido votados —en muchas ocasiones por haber, precisamente, puesto en marcha esas obras— por sus conciudadanos.
No recuerdo yo tampoco haber acudido a solicitar préstamos bancarios, ni para ampliar un negocio que no tengo, ni para comprar un piso ni para pagar un viaje de vacaciones, una boda o una primera comunión. Pero sí lo han hecho empresas y personas que son mis compatriotas, y lo han hecho por casi dos veces todo el valor de los bienes y servicios que logramos producir en un año. Con ese dinero, en los tiempos de bonanza, se han creado millones de empleos, se han abierto hospitales y carreteras, se han subido los sueldos y las pensiones de forma continuada, se ha reclamado mano de obra forastera… ¿Para qué seguir? De una forma u otra, todos nos hemos beneficiado de ello.
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Pero esta reflexión nos puede llevar a otra, atingente esta al funcionamiento y comportamiento de las comunidades autónomas. En estos momentos existe un fuerte vendaval de opinión en contra de las autonomías, que sopla un poco más aun en Asturies que en otros lugares. Ese aire lo mueven el viejo prejuicio centralista y uniformista constitutivo de una parte muy importante de lo español —esto es, de los españoles— y un discurso social y mediático que en parte se funda en ese prejuicio, en parte se basa en razones objetivas motivadas por el despilfarro y, en una buena cuantía, en una batalla sin cuartel por solapados intereses económicos y de poder de todo tipo.
¿Es cara la autonomía? Es más cara, en principio, que no tenerla, pero ofrece a los ciudadanos una mayor calidad y unos mejores servicios. Fijémonos únicamente en el ámbito sanitario. Hace pocos años la presión de los ciudadanos consiguió que el tratamiento oncológico que se prestaba únicamente en la capital se desdoblase en Xixón. Evidentemente, el coste es mayor, pero la mejora para los ciudadanos es impagable. ¿Habría ello ocurrido si la sanidad dependiese de Madrid? Con seguridad, no. Y lo mismo sucede con varios servicios muy especializados que, de no existir autonomía, o habría uno solo en toda la Comunidad o habría que acudir al hospital de referencia estatal —fuera de Asturies— para recibir atención. ¿Existirían los hospitales de Les Arriondes y de Cangas de no haber autonomía? El primero, no, con toda seguridad, el segundo, dudosamente. Y lo mismo podríamos decir de muchos de los ambulatorios existentes en las distintas ciudades. La misma reflexión, sin duda, podría trasladarse —y los invito a que reflexionen sobre ejemplos concretos— a otros ámbitos, como el de la educación, los servicios culturales o los de la administración.
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—¿A ti que te parece?
Con un soniquete que parece importado de las tierras donde Alfonso II inventó el sepulcro de Santiago me contesta «breogánico modo»:
—Pues, por una parte, ya ves, y, por otra, ¿qué quieres que te diga?
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