(Asoleyóse en La Nueva España del 18/06/2018)
LA ENFERMEDAD DE LA U
El cartel de la autopista pone
“Llovio”. Es el mismo lugar que los vecinos vienen designando desde tiempo
inmemorial, es decir, desde siempre, “Lloviu”. ¿Qué significa Lloviu en
asturiano? No lo sabemos. ¿Y en castellano? Tampoco. ¿Por qué entonces “la
autoridad” se siente obligada a la falsa castellanización de “Llovio”? Es por
la “u”. Esa “u” provoca una especie de patología convulsiva, semejante a una
fobia, y ante ella, ante la vocal, el que la padece se siente, al tiempo,
ofendido y amenazado y reacciona como aquel que, padeciendo pánico hacia los reptiles, machaca y machaca
reiterada e histéricamente no sólo a las serpientes reales que podrían
representar un peligro para él, sino incluso a aquellas que son de juguete.
Me lo decía hace tiempo un
antiguo alcalde ovetense, con respecto a la recuperación del nombre de Uviéu,
“si por lo menos no acabase en u…”. O sea, no tendría inconveniente si la denominación asturiana fuese Uvieo o Uviedo.
¡Ah, pero la “u”…!
Naturalmente, esa manifestación
patológica no sólo se da ante la “u”, sino ante cualquier rasgo, por centrarnos
solo en la toponimia, que huela claramente a asturiano. Ocurre, por ejemplo,
con la “Ll” inicial, y así, se castellaniza (“se cristianiza”, “se civiliza”,
sería la descripción psíquico-social del acto) Llastres en Lastres. ¿Pero por
qué no cristianizar de verdad en “Lastras”? Porque el objetivo es únicamente
eliminar los estigmas más evidentes, los que “apestan” a más distancia, del
nombre nefando, para así purificarlo. Aunque es verdad que a veces se ha llegado
al disparate completo, como aquella bufonada de convertir Cuestespines en
Cuesta de las Espinas. Los ejemplos, por millares. Pero convengamos, sin embargo,
en reducir la casuística y denominar la psicosis por su manifestación más
frecuente: “la enfermedad de la U”.
Esa patología tiene al menos dos
vertientes, la institucional y la individual. La institucional empuja y obliga
a los funcionarios públicos, en nombre del Estado —esto es, de la sagrada
uniformidad del Estado centralista— a erradicar de la toponimia cualquier
vestigio del estigma del maligno/indigno. Como san Jorge, se ven obligados a
exterminar al dragón dondequiera que se presenta y, seguramente, suspiran
satisfechos por hacerlo.
En la vertiente individual,
existe una mayor complejidad. Para algunos —digamos, los de “buenas familias”,
por entendernos— constituye un signo de clase: rechazando el asturiano marcan
su distancia con las clases populares, especialmente con el estigma de
vulgaridad y aldeanidad con que se asocia el asturiano. Para otros ocurre exactamente al revés:
nacidos en las clases populares, urbanas o rurales, nuestra lengua constituye
para ellos una marca negativa de la que han de alejarse y de la que llevan
huyendo toda la vida, pues entienden que no sólo representa para ellos un
baldón, sino que dificulta su integración en ciertos grupos, su ascenso social
(“que el mio fíu no aprenda asturianu”, prometéimelo”, suplicaba una madre
viuda en el lecho de muerte). Muchos, por otra parte, han sido condicionados en
la escuela para rechazar su lengua (“Con hache, cien veces”, así, con esa
concisión, me replicó hace pocos días un amigo de cierta edad al decir yo
“fizo”; naturalmente, explicó, repetía lo que era habitualmente la actuación incontinenti
de sus maestros en la escuela ante cualquier asturianismo de los escolinos), y
han interiorizado esa pauta. Para algunos, en fin, la llingua llariega será una
molestia, un problema adventicio del que nada quieren saber pese a ser una
cuestión de su entorno cotidiano.
En los discursos contrarios a la
oficialidad verbenean desconocimientos y muchas falacias. Algunas factuales
(como esa dama tan simpática que dice que ella, siendo hablante de asturiano,
está en contra de la oficialidad), otras argumentales, más sutiles o menos
groseras. Hay también preocupaciones, reservas o argumentos que son entendibles
y considerables. Pero estoy seguro de que en la mayoría de quienes emiten esos
discursos, y no digamos ya de quienes de entre la gente de la calle los aceptan
y repiten, bullen de forma más o menos consciente algunas de las causas que se
manifiestan en “la patología de la U”.
Y no solo en los contrarios a la
oficialidad del asturiano, acaso también en muchos de sus partidarios. ¿Qué
explicación, si no, dar a que el noventa y nueve por ciento de los políticos
que pregonan la oficialidad no digan una sola palabra asturiana en sus
discursos callejeros ni en sus intervenciones parlamentarias, salvo, tal vez,
una vez al año si es Pascua Florida, digo, el día de Asturias o evento
semejante?
Pero volvamos al principio, a
Lloviu y Llovio. Hace tiempo, siendo ministro de Fomento don Francisco Álvarez
Cascos, le envié una carta pidiendo que la señalización de las carreteras
asturianas dependientes del Estado fuera al menos bilingüe, es decir, sólo
medio mentirosa. Educadamente, me contestó: “no puede ser porque el asturiano
no es oficial”.
Bien, digámoslo con las palabras
del monólogo de Segismundo: “¿”qué ley justicia o razón” hace que el
falsificado y no castellano “Llovio” sea oficial y verdadero, y el despreciado,
preterido y verdadero “Lloviu” no?
Esa patología —personal, social y
política al tiempo— que es “la enfermedad de la U”.