Guardar las formas y las esencias

(Ayer, en La Nueva España) GUARDAR LAS FORMAS Y LAS ESENCIAS La doble celebración del día 8 de septiembre, la patriótica y la religiosa, ha venido este año precedida por una especie de novena concelebrada por doña Adriana Lastra y don Jesús Sanz Montes a través de puyas y censuras. Digámoslo con claridad. Tienen ambos un espíritu picoteru, y gustan de la engarradiella y la pugna dialéctica. Se quejaba doña Adriana el día de su toma de posesión como Delegada del Gobierno de que las homilías del Arzobispo el día de Asturias suelen tener un marcado tono político contra el Gobierno. El Arzobispo argumenta con su libertad de expresión y la defensa de la doctrina de la Iglesia. Bueno, no siempre. Criticar las medidas económicas del Gobierno o hablar del beso a Jennifer Hermoso no parecen cuestiones estrictamente de doctrina. Pero en todo caso, cuando se tienen invitados a la mesa, no parece lo más apropiado suscitar cuestiones hirientes. Se hace, acaso, porque se sabe que ese día, con los medios presentes, lo dicho va a poner el altavoz al máximo nivel. En cuanto a doña Adriana, aprovechar el día de su toma de posesión para atacar al prelado no parece actitud de decoro y contención. Es seguro que ninguno de sus antecesores hubiesen dado ese espectáculo picoteril. Y es que ni don Jesús ni doña Adriana saben guardar las formas. Finalmente, la polémica ha terminado como el rosario de la aurora. Don Adrián, el Presidente, ha manifestado que, por las mismas razones que doña Adriana, no acudirá al oficio religioso del día 8. Rompe así una tradición ininterrumpida que había comenzado Rafael Fernández, socialista, exiliado, participante en la Guerra Civil. Pero, al margen de ese alderique, la doble celebración del día 8 viene criticándose desde una parte de la izquierda, no solo por la asistencia de las autoridades civiles al acto religioso, sino por la confluencia misma de las dos festividades. Para una parte de esa opinión el Día de Asturies debería desvincularse de la idea de Cuadonga porque habría una fecha de mayor potencia representativa de la singularidad asturiana, la del 25 de mayo. En esa fecha de 1808, la Junta General del Principado se proclama soberana ante la ausencia del soberano, preso en Francia, y declara la guerra a Napoleón. Esa visión de la soberanía nacional -intrínseca, ab ovo, constitutiva- que se pretende contener en la declaración de guerra es, sin embargo, muy matizable. La Xunta no actúa en ese momento como expresión de soberanía propia, sino como depósito temporal de otra soberanía, la del Rey. Por otro lado, la propia proclamación de 1808 es una declaración de soberanía limitada: se realiza en tanto el verdadero poseedor de la misma se encuentre desposeído en ella. Además, bastó un soplo del marqués de la Romana para hacer ver lo limitado de la soberanía real de aquella Xunta, y pocos años más para que, con la llegada de una cierta modernidad política que reorganiza todo el territorio español, la Xunta desapareciese sin más rastro que algún libro melancólico. Pero, en todo caso, si aquella Xunta de 1808 atesoraba alguna legitimidad de autodeterminación, ella provenía de que había sido depositada en ella la legitimidad del heredero de la corona, y esa legitimidad simbólica provenía a su vez del patrimonio histórico de Asturies: su levantamiento contra el invasor islámico, su construcción como nación y Reino, su autonomía, expansión e imperio durante doscientos años, esto es, Cuadonga o, si se prefiere decir, Covadonga. A, digamos, enturbiar la valoración de Cuadonga como emblema de la nacionalidad asturiana viene a sumarse el rechazo a una línea de interpretación histórica, la de la instrumentalización que la derecha y el unitarismo españolista han hecho del lugar como germen de España, concebida de una determinada manera y con olvido de los doscientos años del Reino de Asturies, es decir, de “nuestra” historia. La materia es muy compleja pero hay que señalar que, si bien es cierto que esa “españolización” del santuario y la historia se intensifica a partir de la restauración borbónica tras la Primera República, esa potenciación simbólica viene de atrás. Recuérdese a nuestro Xovellanos escribiendo El Pelayo, o, en el plano político, su encargo a Ventura Rodríguez para construir en el lugar una iglesia monumental que fuese, al tiempo, mausoleo de Pelayo. Recientemente, ha venido a sumarse al difuminado de Cuadonga como núcleo de Asturies el discurso, defendido por profesionales, de que nunca hubo una batalla de Cuadonga, de que los relatos sobre la misma son, sobre tardíos, ficticios y remedo de otros. Aceptémoslo como elemento de discusión. Vale. Pero, de pronto, nos encontramos con un estado, reino o nación, que en muy poco tiempo, reconquista su territorio, se expande, crea un arte valiosísimo que implica riqueza y relaciones culturales y comerciales externas. ¿De dónde sale? ¿De ningún sitio? No se nos dice. Bien, pues aceptemos, entonces, Cuadonga, haya sido lugar de batalla, de engarradiella o, simplemente, lugar simbólico. A fin de cuentas, se encuentra al lado de Cangues, primera capital del Reino, y tiene al lado, por ejemplo, a Abamia, otro indicio del comienzo de “nuestra” historia. A mi entender, pues, la potencialidad simbólica e identitaria del lugar es muy superior a cualquier otra que podamos tomar como origen de nuestra nación o de nuestra historia. Por lo demás, no hay necesidad alguna de que los actos conmemorativos del nacimiento del Reino y los del culto a la Inmaculada Concepción (a la que, por cierto, bajo otras advocaciones que la del lugar de la cueva, se le rinde culto la misma fecha en otros muchos santuarios de Asturies) se celebren en el mismo lugar, aun siéndolo en el mismo día. Y para celebrarlo, ¿qué otro lugar que la sede de la primera capital de nuestro Reino, tan cerca, por otro lado, de Cuadonga?

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