A propósito de Libia y la resolución 1973 de la ONU. Escuchen la tertulia que escuchen ya saben qué va a decir cada uno de los que intervengan: si son pro-PP, establecerán la similitud entre esta decisión y la de la guerra de Irak, y se preguntarán por la diferencia de criterio en el Gobierno y en la opinión izquierdista; si pro-PSOE, subrayarán las diferencias, volverán a recordar a Bush y a Aznar, calificarán de «ilegítimas» la guerra y la participación española en el país oriental. Hagan ustedes memoria, trasládense a días anteriores. Su recuerdo les traerá a los mismos actores en idénticas posiciones discursivas: quienes se sitúan en la llamada «banda izquierda» recuerdan los trajes de Camps o el «caso Gürtel» cuando se mencionan, por ejemplo, los arbeyos de Somerón; los de la «banda derecha» traen a colación los eres de Andalucía o el caso del bar Faisán, si de opinar sobre la angula de L'Arena se trata. He ahí el ejemplo más palmario de la segunda acepción que en mi Diccionariu asturianu-castellanu doy de la palabra «ideoloxía»: «Conjunto de emociones, ideas, juicios y prejuicios que constituyen una visión del mundo, ya societaria, ya individual, pero especialmente la primera». ¿Y cuál es la primera acepción?, se preguntarán ustedes. Pues miren, aquí la tienen, hace referencia a la armazón teórico-discursiva que recibe denominación tal: «Fabulación con la cual se justifica un prejuicio, y que habitualmente corre con la pretensión de racionalidad».
De modo que eso que llamamos ideología no es más que una elaboración discursiva, más o menos trabada, con la que justificamos una manía, un prejuicio, una sentimentalidad, una forma de ver el mundo, simple y holística a la vez, en virtud de cuyas premisas clasificamos y juzgamos los acontecimientos. Esa emocionalidad va unida, al tiempo, a la atribución de la misma de valores morales: es «bueno», «beneficioso», «humano», «progresivo» lo que está en el campo en que nosotros nos situamos; lo situado en el campo contrario se acompaña de valores negativos.
Una de las características de la ideología en relación con el mundo objetivo y con los hechos es su versatilidad. Por ejemplo, bajar impuestos era de derechas con Borrell, fue de izquierdas con Zapatero-Sebastián, vuelve a ser de derechas con el último Zapatero. Poner un techo al endeudamiento del Estado y las comunidades era de derechas (y aun «autoritario» y «fascista») cuando gobernaba el PP; hoy Zapatero anuncia que es de izquierdas. En Asturies, pretender una radio y una televisión autonómica era poco menos que pretensión independentista (¡Lo que nos dijo de aquella el PSOE!), hoy estar en contra es de extrema derecha, según destacados próceres de ese partido. Antaño, con el señor Marqués, acudir al llamado «método alemán» (inversión de las empresas y pago diferido a las mismas) en las obras públicas constituía poco menos que un delito de lesa patria y una forma disimulada de corrupción; hogaño, la mayoría de las obras del Gobierno PSOE-IU se hacen por el método de inversión de la empresa y pago a la misma en plazos diferidos. Podría seguir aquí una lista interminable: española, asturiana, europea, internacional (piénsese, por ejemplo, en la diferente reacción frente a Guantánamo y los juicios militares en esa plaza, según sea Bush u Obama el presidente de los EE UU).
Esa versatilidad, ese dar por bueno hoy lo que era negativo ayer y hacer de ello, en todos los casos, un rasgo de identidad ideológico señala perfectamente que el discurso ideológico es una pura logomaquia cuyo último sustento es una cierta emocionalidad con componentes identitarios grupales de tipo discursivo, educativo e histórico. Pues, una vez establecida la identidad del grupo, del cual se siente parte indisoluble cada individuo que lo constituye, el discurso de esa identidad puede ir variando según las coyunturas, ya que lo que va definiendo al grupo en cada momento son los mensajes que construyen sus gestores o pontífices, sin que importe que sean sucesivamente contradictorios, puesto que el elemento fundamental que mantiene estable el conjunto -su fuerza nuclear fuerte, dicho con una metáfora- es la necesidad de pertenencia a él que tienen los individuos que a él se han adscrito, los cuales no podrían separarse del todo, de la colectividad, sino con el mismo dolor «con que se separa la uña de la carne», como describe el narrador de Mio Çid el dolor del Campeador y su familia en Cardeña, al partirse aquel para el destierro.
Desígnenlo como quieran: «prejuicio», «ideología» si quieren ser más solemnes o autocomplacientes. O tal vez prefieran aplicar la cuarteta del vate naviego: «En este mundo traidor, / nada es verdad ni es mentira: / todo es según del color / del cristal con que se mira». Eso sí, entendiendo que el que tiene las gafas o cristales equivocados es el otro.
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