Abriendo la boca y dejando fluir


La frase exacta asturiana para el concepto preciso que quiero expresar es «decir bocayaes». Tiene sus sinónimos, pero pertenecen a un nivel del habla un poco más ofensivo. Pues bien, por el mundo corren innúmeras formulillas que parecen sesudos juicios y que no son más que una bocayada. No obstante ruedan por ahí como si tuviesen la precisión de la definición oficial, desde 1983, de la medida de la unidad llamada metro, que es la distancia que recorre la luz en el vacío durante determinada fracción de un segundo. He aquí una muestra, con la fecha de una de sus concretas formulaciones (12/06/2013), su formuladora (Silvia Escolar Moreno) y su cargo (exembajadora en misión especial para los Derechos Humanos): «Los nacionalismos siempre son discursos de miedo e insolidaridad».

Es decir que lo que doña Silvia hace es, por ejemplo, realizar una acerba crítica sobre los procesos de construcción nacional de Alemania, Italia o Grecia, y apuntar lo perverso de la actitud de individuos como los hermanos Grimm, Herder o Von Humbolt; lo grotesco de la voluntad de Verdi o Garibaldi; lo insolidario de lord Byron cuando fue a entregar su vida por Grecia (en cuyo episodio, por cierto, andaría mezclado, aunque en la distancia, el Eugenio de Aviraneta barojiano). Y, a contrario sensu, doña Silvia alaba lo bien que estaba Alemania dividida en 39 estados; lo conveniente que hubiese sido que Italia siguiese con Francia o Austria metiendo allí sus narices y con el papado gobernando una parte del territorio; o lo felices que vivían los griegos bajo el imperio otomano.

A la que fue embajadora en misión especial para los Derechos Humanos seguramente le resultará ridícula ya no la figura del Mahatma Gandhi con sus gafitas y su braguerito o pololitos, sino su pretensión de que los súbditos de Su Majestad Jorge VI tuviesen que perder el territorio indio. Y, del mismo modo, tendrá una concepción negativa de los procesos que llevaron en la segunda mitad del XX a constituirse en estados, bajo base nacional o plurinacional, a territorios antes colonizados por europeos en África o en Asia. Supongo, asimismo, que su juicio tendrá por deplorable la conversión en naciones, a lo largo del XIX, de los antiguos territorios del Imperio Español en América.

¿Y qué del propio nacionalismo español? Por ejemplo, de aquel que, con su primera llamada en Asturies, se moviliza contra la invasión napoleónica. Probablemente lo juzgará —al igual que algunos intelectuales hoy— como un movimiento de miedo e ingratitud. ¡Porque mira que no agradecerle al Corso que nos trajese la modernidad, el Código Civil y la organización provincial, a cambio de llevarse unos tesorillos pictóricos o escultóricos, un puñado de libros viejos, unos cuantos carros de joyas y oro y algunos virgos!

Hermana gemela de esa bocayadita es aquella otra atribuida a Pío Baroja, la de que «el nacionalismo se cura viajando». ¿Quién la dice? Pues podría ser, como sucede a menudo, un socialista (vale decir un comunista). Pero no un socialista de estos pos God Badesberg o tras Congreso Extraordinario de 1979, no un socialista (valga comunista) de esos que son una especie de bondadosas damas del ropero laicas, sino uno de verdad, partidario de la propiedad colectiva de los medios de producción, la desaparición de las clases sociales, y la eliminación de la democracia burguesa (de la democracia, a secas). Es decir, un partidario del socialismo-socialismo, del socialismo stricto sensu. Atendamos: Cuba y Fidel, Rusia y Stalin, Corea y sus Kim, China y su Mao, Camboya y Pol Pot… Dondequiera que florece (o «cactusece», más bien), siempre lo mismo. Aceptémoselo: «El nacionalismo se cura viajando». Pero repliquémosle: «El socialismo, ni viéndolo». Y es que la fe consiste en eso: en negar lo que vemos; o, mejor aún, en negarnos a ver lo que tenemos delante para no negarnos a ver lo que vemos.

En todo caso, y volviendo a esas formulillas vacuas que pretenden presentarse como verdades incontrovertibles, repararán ustedes en que, examinadas con cuidado y contrastadas con el mundo, la mayoría de ellas no pueden dejar de suscitarnos una cierta hilaridad y, acaso, una cierta compasión por quien las regurgita. Pero seamos comprensivos: nuestro cerebro y nuestro ánimo no pueden vivir sin la construcción de mitos, de relatos y constructos fabulosos, no muy diferentes de aquello que se troqueló como «los cuentos que cuentan las viejas junto al fuego». Claro que debemos revestirlos de la aparente gravedad de lo racional y objetivo, de la pompa solemne de lo trascendente, para poder sobrellevarnos a nosotros mismos (y, a veces, de paso, engañar a otros).

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