La dictadura anticoches

(Ayer, en La Nueva España) LA DICTADURA ANTICOCHES Tres citas. Un responsable de obras públicas en un ayuntamiento asturiano: “El coche es muy útil, pero hay que cogerlo como necesidad. Debemos reflexionar sobre su uso”. El responsable de un plan de movilidad (en realidad, “de inmovilidad de los coches”): “Eliminar los viajes en coche de menos de un kilómetro no es pedir heroicidades. La mayoría de los desplazamientos se pueden hacer a pie”. La tercera, del mismo: “Si más gente va en transporte público (o en bicicleta, o en patinete, viene a sugerir en otro momento), menos irá en coche, y no harán falta tantos carriles”. Y una cuarta: “Hay que empujar el uso de la bici en Gijón: no se llega al 1%”. No crean que estamos ante un discurso local, es general en toda España. Lo pueden oír, por ejemplo, en boca de Pere Navarro o de cualquier concejal o alcalde de cualquier ciudad; se plasma en las últimas restricciones en la velocidad de circulación, que tienen como objetivo, dicen, “hacer las ciudades más humanas, saludables y seguras”. Pero sean cuales sean las disculpas o los argumentos, no pueden ocultar que estamos ante un arbitrismo dictatorial que pretende decir a cada uno de nosotros qué debe hacer con el coche y restringir al máximo su uso (no sus impuestos, por supuesto, ni los municipales, ni los estatales, ni los que se cargan con el combustible). El coche, en el garaje, pero pagando. Pero es que, además, no solo dicen lo que no debes hacer, sino también lo que debes: usar la bicicleta o el patinete; desplazarte en transporte público. Lo contrario se acerca, para ellos, a la incivilidad. Pero la realidad es como es: la gente necesita moverse en el coche, o, simplemente, lo desea, es suyo y lo paga. Y, respecto a las bicicletas, saben todos ustedes cuál es el uso de los carriles bici, salvo el de los puramente recreativos: cercano a cero. Uno, además, desconoce si esta gente sabe de qué está hablando. Volvamos al experto en inmovilidad, que pretende retirar los coches hasta de los aparcamientos de las calles: “Casi todos los residentes en Gijón pueden aparcar en plazas de parking público o privado, da pena dedicar las calles a estacionamiento”. ¿Pero estos tipos saben cuál es la renta de una gran parte de los ciudadanos? ¿Creen de verdad que, aunque les fuese posible pagar una plaza pública o privada, existen esas plazas para los 121.000 turismos (dejemos aparte motos y camiones)? Respecto a la invitación a la bicicleta, el patinete o el andar, ¿saben ustedes cuál es la proporción de gente de edad que habita nuestras ciudades? ¿Se han fijando en el número de impedidos, con dificultades para moverse, con una o dos muletas, con silla de ruedas que transitan por nuestras calles? Y no les digan nada a los repartidores, taxistas, reparadores y trabajadores del coche en general, cuyo trabajo se les hace cada día más difícil (y más multado). Se trata, pues, de imponer una forma de vida en nombre de un determinado discurso que, por supuesto, se entinta con vocablos y sintagmas cargados de connotaciones aparentemente positivas “ciudades humanas, saludables y seguras; movilidad sostenible”, y se envuelve en sofismas de tipo metafísico, como este, universalmente repetido: “La ciudad debe ser para los ciudadanos, no para los coches”. ¡Como si los coches, como Kitt, el coche fantástico, fuesen seres autónomos y no estuviesen, precisamente, al servicio de los ciudadanos! Pero, además, para este arbitrismo da igual cuáles sean las nuevas realidades del coche, que contamine más o menos: las progresivas exigencias de la ITV, la reducción de los elementos contaminantes en los carburantes, la aparición de coches eléctricos o híbridos… Todo ello es igual: el vehículo privado ha sido declarado impuro y debe ser eliminado de la ciudad. Si estas gentes hubiesen vivido en los tiempos del éxodo israelita tras su salida de Egipto, hubiesen incluido el coche en la misma categoría de los animales inmundos, como los que no tienen la pezuña partida o, más propiamente, como los que se arrastran por el suelo. Y, por supuesto, inmundos a quienes los tocaren.

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