Inmortalidad y alegrías

(Ayer, en La Nueva España) INMORTALIDAD Y ALEGRÍAS De vez en cuando me gusta traer a estas páginas noticias de memorias culturales de hace siglos, noticias que, si no son un indicio de inmortalidad, que no lo son exactamente, sí nos causan cierta emoción por su perseverancia o preservación en el tiempo. He aquí una. La memoria de un joven de 24 años, Camulo Vigano, muerto hace dos mil años -memoria que reposaba en una llábana ínsita en la pared de una cuadra en Paredes, Siero-, ha resucitado. Recuperada la inscripción de la muria donde yacía, pasa ahora al Arqueológico por donación de su propietario, Manuel Antonio Friaz. No es una resurrección, pero algo tiene de ello; no es la inmortalidad, pero a una esquina asoma. Una recuperación distinta es la del ara romana dedicada por Titus Pompeius Peregrinianus a la diosa Fortuna Balnearia. Descubierta en Tremañes, Xixón, en 1820, la pieza era de sobra conocida. El suceso (en los dos sentidos de la palabra) actual es que ha sido rescatada, mediante compra, de las manos de un particular por la Conseyería de Cultura y que se exhibirá en museos públicos. Otra «resurrección», esta de tipo colectivo y anónimo, es el descubrimiento en la cueva de El Buxu (Cangues) de que hace 20.000 años nuestros antepasados habían inventado un pegamento hecho de resina de pino y cera de abeja, fuerte y elástico al mismo tiempo, para unir las puntas de sílex de las flechas a los astiles. No solo pintaban: inventaban, perfeccionaban sus herramientas, modificaban su entorno. Como nosotros. Todas estas memorias personales o colectivas, estos asomos a la sombra de la «inmortalidad», nos emocionan y nos dan alegrías. Algunas manifestaciones y proclamas electorales deben intentar también conseguir la inmortalidad en el futuro por su originalidad y osadía. He aquí lo que proclamó una candidata de las pasadas elecciones: «El lobo ocupaba el 90% de la península Ibérica: es el legítimo dueño de nuestros montes». Ya ven, sin títulos de propiedad, ni IVA, ni nada. Y uno se pregunta qué ocurriría si aplicamos esa lógica de la legitimidad «ante quem», a las bacterias antes de la penicilina, a la polio, a la tuberculosis, a la viruela, etcétera, antes de las vacunas. Probablemente, no se trata de otra cosa que de ganarse la inmortalidad con una frase, pero, en todo caso, nos proporciona aún más alegrías que aquellos asomos culturales a la inmortalidad de que antes hablamos: porque no vibramos aquí con el gozo de la empatía, sino con el de la jocundidad.

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