De piedras y generaciones

(Ayer, en La Nueva España) L’APRECEDERU DE PIEDRAS Y GENERACIONES Leo con admiración cuantas noticias llegan a mí sobre excavaciones arqueológicas, lo cual quiere decir sobre nuestros antepasados. Esta última semana me han llamado la atención un par de ellas. Los hallazgos de Pompeya nos conmueven siempre que sorprenden el arte o el placer destinados a unos cuerpos que iban a dejar de gozarlos inmediatamente, o esos mismos cuerpos tratando de huir de un destino inevitable. En esta ocasión se trata de una “casona”. Sus propietarios van escapando de estancia en estancia, hasta refugiarse en una pequeña habitación, sin salida, esperando probablemente el final del flujo de la lluvia de lava que va inundando el resto de la casa. Allí, en su última morada, una pareja, un hombre y una mujer. Y lo que me conmueve más, un “tesorín” (monedas de oro, plata y bronce, y algunas joyas, entre ellas pendientes de oro y perlas), que seguramente irían trasladando consigo según la casa se arruinaba, con la esperanza de salvarlo con ellos y poder abrir, así, su futuro. La otra noticia habla de piedras. Resulta que el altar de Stonehenge, que pesa seis toneladas, fue transportado 750 kilómetros hace 5.000 años, desde Escocia hasta Gales. ¿Qué creencia impulsó a realizar tal esfuerzo? ¿Cuáles fueron los medios y la organización social para ello?. Pero me doy cuenta de que no tengo que asombrarme. Medito simplemente sobre las piedras de nuestras catedrales, castillos o casonas. La distancia desde que se transportó la piedra, cómo se labraron los sillares y como se levantaron hacia el cielo. Y recuerdo que hasta no hace muchos años los diques también se trabajaban de manera semejante y que el pico y una barra de hierro eran los instrumentos fundamentales, y que, al empezar a ejercitarse en el trabajo, las heridas y las ampollas se cicatrizaban con la propia orina. Simplemente. Evoco, entonces, a Ángel González: “Para que yo me llame Ángel González...”.

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