El mito del Paraíso o de la edad de oro ha impregnado la mayoría de las culturas y sueños de la Humanidad. La señardá de esa supuesta etapa inicial de bondad, felicidad y fraternidad ha conllevado la fantasía de un futuro en el que ese estadio de ausencia de entropía volvería a alcanzarse para la Humanidad o para un grupo elegido de ella. Bajo ese sueño o en su empós se han movido o movilizado millones de personas en todas las épocas, desde los primeros cristianos que creían en la inmediata parusía, hasta las decenas de movimientos milenaristas del Medievo. A partir del siglo XVIII, aproximadamente, las esperanzas utópicas se han puesto no un más allá celestial, sino en un más allá terrenal; con todo, el entusiasmo y la ilusión suscitados por su esperado advenimiento han sido idénticos.
El último de esos milenarismos ha sido el comunismo -o «socialismo real»-, bajo cuyo dorado discurso se han movilizado ilusiones y energías de gentes estupendas y de taimados canallas, pero cuyo fruto, en todo caso, nunca ha sido otra cosa -en cualquier parte que se ha implantado como forma de gobierno- que ausencia de libertad, dictadura de unos pocos, cárceles y campos de concentración, muerte y exterminio, miseria. Si ese panorama presenta, en los últimos años, algún matiz es en China, donde el comunismo se ha convertido en una dictadura para la acumulación de plusvalías en un tránsito acelerado a la economía capitalista.
Al margen de la quimera de la Ciudad de Dios terrenal, el éxito del programa comunista se debió, sin duda, a su fuerte condición metafísica, tanto en el ámbito «histórico» (la teleología del devenir, especialmente), cuanto en el antropológico (la idea de que un «hombre nuevo» yacía bajo la ganga del contemporáneo). Su cháchara pretendidamente científica y un puñado de fórmulas de manual sedicentemente explicativas sobre el mundo lo dotaron, además, del prestigio de las «divinas palabras».
El reciente congreso del Partido Comunista Cubano, en el poder desde 1959, nos viene a evidenciar, una vez más y desde dentro, de qué cosa hablamos cuando hablamos de «la cosa». Transcribimos las palabras de Raúl Castro, que, a confesión de parte, sobran pruebas: la cartilla de abastecimiento -ha dicho- se ha convertido «en una carga insoportable para la economía y en un desestímulo al trabajo, además de generar ilegalidades diversas en la sociedad». Es decir, que el tópico del «a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus potencialidades» y el discurso de la «renta vital» han dejado al descubierto su falsedad por aquello que nuestro Luis Redondo (el animoso sindicalista de mirada azul) confesaba: «El hombre nuevo no existe». Es más, lo que viene a predicar el comunismo cubano es lo mismo que predica el Tea Party estadounidense o lo que los economistas del tránsito entre el XVIII y el XIX proclamaban en Inglaterra contra las «leyes de pobres».
Y con respecto al sector público y al empleo universal por el Estado -sueño y programa hoy de una importante parte de nuestra izquierda- fíjense en lo que dice (al margen de la logomaquia ocultadora) don Raúl: (insistió en el) «reordenamiento de la fuerza laboral, ya en marcha, para reducir las plantillas infladas en el sector estatal» y en «la ampliación y flexibilización del trabajo en el sector no estatal (que), lejos de significar una supuesta privatización de la propiedad social, permitirá al Estado concentrarse en la elevación de la eficiencia de los medios fundamentales de producción».
Y, finalmente -y olvidándonos, si nos es posible, de los homosexuales encerrados en los campos de concentración para reeducarlos- tomen nota de lo que ha significado el comunismo para las mujeres, los mestizos y los negros: «Ello, a su vez, es aplicable a la insuficiente voluntad política para asegurar la promoción a cargos decisorios de mujeres, negros, mestizos y jóvenes, sobre la base del mérito y las condiciones personales. No haber resuelto este problema es una vergüenza». ¡En fin! ¡Para qué más! ¡El dorado sueño de la nueva edad de oro!
Sobre el ordenador, sobre la tecla del «end», se manifiesta Melotadoru, mi xana particular. Una lágrima se desliza desde sus doradas pestañas hacia su rosada mejilla:
-¡Qué desilusión, qué desengaño!
Y entonces desurde vivo, saltarín, mi trasgu particular, Abrilgüeyu, que corretea sobre el plano inclinado de la pantalla.
-¡Como si alguna vez hubiese podido ser otra cosa! -le dice. Y, después, con un gesto procaz:
-¡Venga, neña, vamos, que t'invito a unes de sidra pa consolanos!
Y con un guiño de complicidad hacia mí, la coge de la mano y arrancan con destino desconocido (aunque sospechable).
Al alejarse, creo haberlo oído remungar alguna cosa acerca de los paraísos reales y sobre los que embaucan con paraísos imposibles.
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