Reiteradamente me han preguntado que por qué en esta colaboración habitual en La Nueva España no hablaba de la huelga médica. No lo hacía sencillamente porque se trata de un asunto complejo («enguedeyosu», diría con propiedad) que ni se puede despachar con el tópico de «que dialoguen» (ya lo hacen pero no se ponen de acuerdo) ni se puede dar la razón a una de las partes frente a la otra, porque ambas tienen sus culpas y sus razones.
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El cuarto parámetro es el del sectarismo «ideológico» (esto es, el sectarismo de tópicos y discursos) con que siempre ha venido obrando el PSOE en Asturies, a modo de «reserva espiritual del socialismo de Occidente». De esa postura ha nacido la discriminación de exigir a los médicos la exclusividad en la sanidad pública, lo que no existe en ninguna parte de España y, a mi entender, no constituye un beneficio para la población, y, seguramente, en los últimos meses, determinadas exigencias (algunas, digámoslo con claridad, son beneficiosas para la ciudadanía, como la apertura de consultas por la tarde en los centros de salud) de restitución de horas y descanso tras las guardias, que parecen fruto más de un «se van a enterar» que de otra cosa.
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Esta particular situación nos puede llevar a una reflexión general sobre el ejercicio del derecho de huelga y es que este, en los últimos tiempos y progresivamente, se suele ejercitar no mediante la dialéctica empleador/empleados en el seno de la empresa, sino tomando a los ciudadanos como rehenes y como armas en la pela particular de quienes tienen un conflicto. Cuando se habla de «movilizaciones» no quiere decirse que se vayan a disminuir los beneficios del empresario mediante el cese de la producción, sino que se va a salir a la calle a causar el mayor número posible de molestias a la gente, y a veces, con deterioro de los bienes públicos (vayan ustedes, por ejemplo, dando saltos por las autovías asturianas en donde los «rapazos» se entretuvieron en quemar neumáticos). Que se comprenda esa forma de actuar y que se entienda que deba llevarse con paciencia aun cuando se superen ciertos límites (que, por ejemplo, lo hagan a uno perder un día de trabajo o un cliente) no creo que sea exactamente una virtud de nuestra sociedad, porque, entre otras cosas, los pobres diablos de una empresa pequeña —quienes no tienen capacidad de violentar a los demás—, ahí se quedan sin que nadie mire para ellos.
Por cierto, otro día hablaremos del Comité de Sabios recientemente creado y de los landistas, esos tipos que, como el Alfredo Landa de las españoladas de los setenta, pasan el año pidiendo a voces «un plan». El último en hacerlo ha sido el señor Pino, de CCOO.
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