LA CIUDAD PARA RENTISTAS Y PARADOS
¿Se
han fijado con cuánto entusiasmo, con que febril, orgiástico entusiasmo
celebran muchos la caída de la contaminación en las ciudades o la vuelta a ella
de animales o plantas antes confinados en su periferia? ¿Qué festejan en
realidad? Pues la causa del efecto: el enclaustramiento de las gentes, la falta
de actividad económica, la destrucción de empleo, la miseria de tantos. Para
casi todos ellos, todo iría mejor si las cosas siguiesen así, si la naturaleza
se enseñorease de los espacios urbanos a costa del sufrimiento y la miseria
humana. Tertium non datur.
¿O
acaso es que son incapaces de ver que las consecuencias no ocurren sin las
causas, y, como la paloma kantiana, que al sentir la resistencia del aire en
sus alas pensaba que podría volar mejor sin este, creen que sin la actividad
económica humana podría haber la salud –alimentación, hospitales, medicinas,
médicos– que ella protege? Yo no descarto que en algunos de estos individuos no
haya un grupo notable de misántropos, gente que prefiere el místico ideal de la
naturaleza a la contradictoria realidad del ser humano.
Pero
esa específica mentalidad no es una entidad aislada, engarza con otra muy
generalizada que lleva la voz cantante, tanto en España como en Europa. No
busca esa mentalidad exactamente una ciudad vacía, sino una ciudad en la que la
actividad económica esté diluida o casi desaparecida, y en que las calles estén
destinadas al ocio y al paseo, una urbe fundamentalmente para rentistas y
parados.
Las
patas sobre las que se asienta ese diseño son cuatro: calles peatonales,
ausencia de coches o limitación extrema de su circulación, bicicletas,
transporte público. Si examinamos con detención esos presupuestos observamos,
en primer lugar, que dificultan y encarecen el trabajo: el de comerciales,
repartidores, reparadores, quienes necesitan llegar justo y en tiempo a su
destino con su carga o herramienta; pero también el de aquel que se dirige a su
puesto de trabajo, ya sea en el centro, ya porque tenga que desplazarse durante
el mismo. Y digámoslo con claridad: el transporte público es y será siempre un
medio más lento y más incómodo para desplazarse, salvo para aquellos que
coincidan justo en su trayecto.
Por
otra parte, la pata y la bicicleta –métodos de desplazamiento idealizados y
sacralizados– son poco democráticos: excluyen a una parte importante de la
población, especialmente este último: al de cierta edad, al poco hábil, al
impedido o al enfermo, y eso cuando no llueve o cuando no se trata de una
ciudad cuestuda. Llama la atención, además, que nadie quiera admitir la
evidencia de que, salvo en las rutas y usos de recreo, y en determinados meses,
la bicicleta que usa el carril exclusivo no tiene apenas uso. Podrá
argumentarse lo que sea, pero esa es la realidad. Y frente al empeño en imponer
su empleo como un objeto más o menos sacro y universal, me viene a la memoria
la objeción que Josep Pla ponía al entusiasmo de Pujol al hablar del modelo
sueco para Cataluña: “ya, pero aquí no hay suecos”.
Me
da la impresión de que este entusiasmo general de los políticos, ya digo,
también europeo, por peatonalizar y carrilear tiene mucho que ver con el estado
actual de las ciudades: ya no hay mucho que trazar, hermosear o construir, de
modo que algo hay que inventar para seguir recaudando y, así, “haciendo que
hacemos”, es decir, dando contenido al cargo (y al sueldo).
Y
quedan por efectuar las puñeteras preguntas de la realidad, preguntas que no he
visto nunca formular al respecto: si eliminamos los coches, ¿de dónde va a
salir el dinero que aportan vía impuestos y consumo? ¿Lo pagarán otros
vehículos? ¿Puede seguir cobrándoseles los mismos impuestos municipales,
limitando su circulación? Y otra más genérica, fuera ya del ámbito municipal:
los puestos de trabajo que crea el automóvil, ¿con qué los vamos a sustituir,
con qué otra actividad, circulatoria o no? Creo que algo de eso, aunque por
otros motivos, estamos sufriendo en estos momentos.
Los
habitantes de Sybaris proscribían los trabajos ruidosos en la ciudad. Pero es
que eran rentistas y colonialistas que vivían del trabajo de otras polis.
¿Tenemos nosotros esa capacidad? ¿O solo la de producir parados por imperativo
de la realidad o por designio de don Pedro, doña Ribera y los costaleros de su
procesión?
No hay comentarios:
Publicar un comentario