Que nada sabemos, como decía el escéptico Francisco Sánchez, o, más en enxebre, «por una parte, ya ven y, por otra, ¿qué quieren que les diga?»
En el momento que escribo estas líneas el interés de la deuda española lleva alcanzando máximos día tras día. Se nos dijo primero que el rescate/préstamo a la banca calmaría los mercados. Inútil. Después que el triunfo en Grecia de los partidarios del cumplimiento de los acuerdos lo haría. En vano. Antes, que las reformas en España harían caer la prima de riesgo. Nada. Y así día tras día. Y no eran esos pronósticos entusiásticos del Gobierno, sino de muchos analistas económicos. Como Aquiles tras la tortuga, en la aporía de Zenón de Elea, corrimos tras ellos sin nunca alcanzarlos. Ahora se nos cuelgan nuevas zanahorias-hito delante de nuestras narices: la unión bancaria, los eurobonos, la unión fiscal, un programa de estímulos a la inversión. Posiblemente todos esos discursos sean, a su vez, inútiles, y, además, no tengan nada que ver con el fondo de la cuestión.
Y si ustedes siguen con alguna atención los análisis y pronósticos de los economistas europeos y estadounidenses (¡Ojo, no de los tertulianos o adscritos a uno u otro bando político, que se limitan a reiterar las elementales recetas de cada catecismo!), verán que los krugmanianos-keynesianos piden más deuda e inversión, mientras que otros, tan serios como estos, exigen seguir reduciendo deuda y déficit. Una parte afirma que el problema de España no es tanto un problema particular, cuanto del conjunto de la UE y del euro; otra parte, lo contrario. Cuáles afirman que existe un ataque contra el euro que explica la crisis de la demanda de financiación española, cuáles que nuestros problemas se deben exclusivamente a la debilidad de nuestra economía productiva y de nuestras finanzas. Esto es, y según les decía arriba, «que, por una parte, ya ven…».
¿Es la fórmula de «más Europa», con sus concretas recetas —unidad fiscal, cambios en el BCE, eurobonos, etc.—, la solución de nuestros males? Yo, qué quieren que les diga, soy muy escéptico. Entre otras razones, porque, en general, la mayoría de las propuestas de «más Europa» y de las soluciones de sus partidarios han sido en gran medida un fiasco y han pecado de una enorme falta de la más elemental inteligencia y conocimiento de la realidad. ¿Se acuerdan del SME y su fracaso ante Soros? ¿De los referenda fallidos o «arreglados» tras su fracaso inicial en varios países? ¿Nadie previó que el papel del BCE como mero instrumento del control de precios hacía de él una institución solo válida para épocas de bonanza y estabilidad? ¿No recuerdan el entusiasmo «europeísta y progresista» que acompañó a la firma del acuerdo de Schengen? Pues los problemas que suscitaba la libre circulación sin control de personas eran previsibles para cualquier ciego, y tardaron mucho en verse.
Y si nos centramos exclusivamente en el euro, ¿cómo es posible que los «cráneos» (o calabazas) europeos no hayan previsto en el Acta Única o en Maastrich la fórmula de excluirse un país de la moneda única? ¿No se les ocurrió que podía pasar? Más aún: llevamos varios años intentando que Grecia no salga del euro (con regalos de quitas y con préstamos), entre otras razones, por las repercusiones que en todos los ámbitos ello tendría para muchos países de Europa, para sus bancos y para su economía. Y eso que la Hélade es un país pequeño. ¿Se imaginan ustedes lo que ocurriría si en un país de mayor tamaño triunfase, en lo futuro, un gobierno partidario de abandonar la moneda común? ¿Y si ocurriese en dos o en tres? ¿Cuál sería entonces la intensidad de la tormenta?
Y, en nuestro caso, además, el euro nos será siempre un problema. En primer lugar, porque estaremos sometidos, velis nolis, a las decisiones e intereses de los más fuertes; pero, sobre todo, porque nos constriñe a crecer solo en sectores de poco peso tecnológico e innovador, nos dificulta conquistar el mercado interior de productos de poco valor añadido, nos obliga a adquirir competitividad solo a través de la destrucción de empleo y del empobrecimiento general.
En una palabra, para nosotros y para la UE, el euro es como un inmenso campo de chicle en que, cuando uno despega con esfuerzo una pierna de un lugar, siente aherrojada la otra en uno próximo.
En el momento que escribo estas líneas el interés de la deuda española lleva alcanzando máximos día tras día. Se nos dijo primero que el rescate/préstamo a la banca calmaría los mercados. Inútil. Después que el triunfo en Grecia de los partidarios del cumplimiento de los acuerdos lo haría. En vano. Antes, que las reformas en España harían caer la prima de riesgo. Nada. Y así día tras día. Y no eran esos pronósticos entusiásticos del Gobierno, sino de muchos analistas económicos. Como Aquiles tras la tortuga, en la aporía de Zenón de Elea, corrimos tras ellos sin nunca alcanzarlos. Ahora se nos cuelgan nuevas zanahorias-hito delante de nuestras narices: la unión bancaria, los eurobonos, la unión fiscal, un programa de estímulos a la inversión. Posiblemente todos esos discursos sean, a su vez, inútiles, y, además, no tengan nada que ver con el fondo de la cuestión.
Y si ustedes siguen con alguna atención los análisis y pronósticos de los economistas europeos y estadounidenses (¡Ojo, no de los tertulianos o adscritos a uno u otro bando político, que se limitan a reiterar las elementales recetas de cada catecismo!), verán que los krugmanianos-keynesianos piden más deuda e inversión, mientras que otros, tan serios como estos, exigen seguir reduciendo deuda y déficit. Una parte afirma que el problema de España no es tanto un problema particular, cuanto del conjunto de la UE y del euro; otra parte, lo contrario. Cuáles afirman que existe un ataque contra el euro que explica la crisis de la demanda de financiación española, cuáles que nuestros problemas se deben exclusivamente a la debilidad de nuestra economía productiva y de nuestras finanzas. Esto es, y según les decía arriba, «que, por una parte, ya ven…».
¿Es la fórmula de «más Europa», con sus concretas recetas —unidad fiscal, cambios en el BCE, eurobonos, etc.—, la solución de nuestros males? Yo, qué quieren que les diga, soy muy escéptico. Entre otras razones, porque, en general, la mayoría de las propuestas de «más Europa» y de las soluciones de sus partidarios han sido en gran medida un fiasco y han pecado de una enorme falta de la más elemental inteligencia y conocimiento de la realidad. ¿Se acuerdan del SME y su fracaso ante Soros? ¿De los referenda fallidos o «arreglados» tras su fracaso inicial en varios países? ¿Nadie previó que el papel del BCE como mero instrumento del control de precios hacía de él una institución solo válida para épocas de bonanza y estabilidad? ¿No recuerdan el entusiasmo «europeísta y progresista» que acompañó a la firma del acuerdo de Schengen? Pues los problemas que suscitaba la libre circulación sin control de personas eran previsibles para cualquier ciego, y tardaron mucho en verse.
Y si nos centramos exclusivamente en el euro, ¿cómo es posible que los «cráneos» (o calabazas) europeos no hayan previsto en el Acta Única o en Maastrich la fórmula de excluirse un país de la moneda única? ¿No se les ocurrió que podía pasar? Más aún: llevamos varios años intentando que Grecia no salga del euro (con regalos de quitas y con préstamos), entre otras razones, por las repercusiones que en todos los ámbitos ello tendría para muchos países de Europa, para sus bancos y para su economía. Y eso que la Hélade es un país pequeño. ¿Se imaginan ustedes lo que ocurriría si en un país de mayor tamaño triunfase, en lo futuro, un gobierno partidario de abandonar la moneda común? ¿Y si ocurriese en dos o en tres? ¿Cuál sería entonces la intensidad de la tormenta?
Y, en nuestro caso, además, el euro nos será siempre un problema. En primer lugar, porque estaremos sometidos, velis nolis, a las decisiones e intereses de los más fuertes; pero, sobre todo, porque nos constriñe a crecer solo en sectores de poco peso tecnológico e innovador, nos dificulta conquistar el mercado interior de productos de poco valor añadido, nos obliga a adquirir competitividad solo a través de la destrucción de empleo y del empobrecimiento general.
En una palabra, para nosotros y para la UE, el euro es como un inmenso campo de chicle en que, cuando uno despega con esfuerzo una pierna de un lugar, siente aherrojada la otra en uno próximo.
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