Los cuatro antroxos

Las fiestas laicas que hoy conocemos con el nombre asturiano de “antroxu” encierran históricamente, como una matriosca, cuatro tipos, al menos, de motivaciones y representaciones variadas, que corresponden a épocas o significados distintos. Las más lejanas en el tiempo son las que se acompañan con disfraces de animales, como pieles de osos o cabezas de ciervos y jabalíes. Posiblemente tengan un significado totémico o propiciatorio y guarden un recuerdo de épocas tribales muy antiguas, en las que la caza era parte sustancial de nuestra dieta y los animales, espíritus o dioses emparentados con el grupo humano. Son el tipo de representaciones que Evaristo Valle, tan interesado por el carnaval, recoge en sus abundantes pinturas de tema, como la Carnavalada de los lobos, la Carnavalada de los osos o la Carnavalada del oso blanco. Hay que señalar, asimismo, que ese imbuirse de los atributos de la fiera no está únicamente ligado al carnaval, como testifican los rituales de nuestros guirrios y zamarrones, que tienen su relación, más bien, con el solsticio de invierno. Por otra parte, no hace falta más que echar una distraída ojeada a los estudios que Julio Caro Baroja dedica a la materia para percatarse de que tanto éste como otros rituales del ciclo de Navidad y del carnaval tienen paralelos en muchas partes.

Una segunda componente la representan los ritos agrarios que tienen que ver con el nacimiento y muerte de la naturaleza. L´intierru la sardina, la quema la vieya, por ejemplo, están relacionados con estos procesos apotropaicos en que se elimina lo ya caduco para favorecer la (re)aparición de lo nuevo.

El tercer estrato viene representado por la subversión social temporal y los actos de transgresión o libertinaje que acompañan a estas fiestas. Se trata de un tiempo de licencia donde están permitidos los excesos y las críticas o burlas a “los de arriba”. Ya los romanos tenían instituido este paréntesis transgresor en las Saturnalia, fiestas en recuerdo de la Edad de Oro, donde todos los hombres habrían sido iguales, sin distinción entre libres y esclavos. En ese ámbito se mueven las bromas de inocentes, el obispillo de San Nicolás y otras licencias de inversión social o excepcionalidad temporal. Es evidente que los excesos, las críticas, las coplas de burlas, los sonsaños o remedo de la autoridad por el antroxu, formaron parte, en el pasado, de ese juego doble de desahogo singular y tolerancia temporal.

Una parte notabilísima de esa ruptura con la normalidad, de esa especie de “día del de abajo”, lo constituyen les comadres. Su fiesta representa el día que la muyer toma excepcionalmente la autoridad sobre el paisanu. Eran las matronalia romanas o es la archiconocida alcaldesa de Zumarramala, en Segovia. Ahora bien, entre nosotros, sobremanera en Pola de Siero y Xixón, y especialmente a través del ya extinto gremio de les cigarreres del barriu altu xixonés, adelantadas de la emancipación de la mujer en nuestra tierra, es esa una historia muy peculiar y admirable, que conformó, en su día, de modo singular la sociedad y las mentalidades.

El último de los antroxos es el burgués, el importado de los carnavales dieciochescos urbanos y palaciegos. En él prima la ostentación de la riqueza y posición social, tanto a través de los vestidos, como de la exhibición de las hijas casaderas. Frente a los demás, cuyo ámbito por excelencia es la calle, la sociedad toda, éste suele buscar el marco reducido de los iguales.

Toda esta serie de ritos diversos y momentos superpuestos van acumulándose en torno a un acontecimiento con que la Iglesia –la gran matriz social por tantos siglos- marcaba reiterativamente el tiempo anual entre invierno y primavera, la cuaresma (el propio nombre de antroxu –y el “antruejo” castellano antiguo o el entroido gallego- viene de ahí, “introitu” -«introducción (a la cuaresma)»-. De ese modo, concentraba en unas fechas previas a la represión de los sentidos (la cuaresma) y la posterior explosión de la naturaleza, las bengalas de la subversión social, del juego, del exceso carnal y de los ritos de purificación y petición de renacimiento de la vida.

Recuperados los carnavales tras el franquismo e impulsados desde los ayuntamientos, se ha convertido el antroxu en una fiesta “laica”, una conquista social de holganza a la que sólo falta poner una paga extraordinaria para convertirla por completo en una rutina consueta. Porque, desconectada la sociedad del significado profundo social y emocional de aquellos ritos, quedando trivializados los posibles valores críticos y subversivos en un país donde todo puede hacerse y ser dicho a cualquier hora del día, el antroxu ha quedado reducido, en cuanto fiesta que fue especialísima, a algunos actos peculiares –en ciertos casos, con gran atractivo turístico-, al disfraz y a una cierta emoción de participación colectiva.

Y es esa mezcla de disfraces, confusión colectiva y algarabía sobre el espacio público, lo que, sin duda, constituye el elemento empático y euforizante más notable de todo el antroxu, como lo debió ser siempre, en el pasado, en las sociedades más o menos urbanas. Vean, si no, esta descripción de una procesión que, en El asno de Oro, acompaña a la diosa Isis:

Ya desfilan, a paso lento, en cabeza de la comitiva y abriéndole paso, los bellísimos disfraces votivos que cada cual se ha amañado a su gusto. Uno llevaba un correaje y hacía de soldado; otro, con su capa, sus polainas y sus venablos, hacía de cazador; un tercero llevaba zapatos dorados, bata de seda y un aderezo de valiosas joyas; su peluca postiza y sus movimientos de caderas completaban el disfraz femenino. Otro llamaba la atención con sus rodilleras, su escudo, su casco y su espada: parecía salir de la escuela de gladiadores. Había quien, precedido por los fascios y vestido de púrpura, hacía de magistrado; y quien, con un manto, un bastón, unas sandalias de fibra vegetal y una barba de macho, hacía de filósofo. Había un cazador de pajaritos con cañas y liga, y un pescador con otra clase de cañas y anzuelos. También vi una osa mansa: iba en litera, disfrazada de dama distinguida; un mono con un gorro de paño, con vestido amarillo a la moda frigia y con una copa de oro recordaba al pastor Ganimedes; un asno al que habían aplicado un par de alas caminaba junto a un viejo achacoso: querían ser respectivamente Belerofonte y Pegaso: ambos daban mucha risa.

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