¡No le digas a mi madre que soy periodista...!

A la memoria de Xuan Pertierra



Don Ramón María explicaba que la vida española era una deformación grotesca de la civilización europea y que, para acertar en su pintura, había que acudir a una estética deformante (esperpéntica), inspirada en los espejos anómalos de la rúa madrileña denominada El callejón del Gato. Está claro que o bien la realidad española se ha degradado mucho de entonces a ahora o bien Valle-Inclán, al decir esas palabras, hacía simplemente literatura, esto es, ocultaba la verdad con palabras bonitas. Porque, ciertamente, para describir la vida española basta con acudir a la estética de Pepe Gotera y Otilio, o, si lo prefieren, de Manolo y Benito. Con esos parámetros entenderán ustedes perfectamente la forma de actuar de Zapatero, su Gobierno y el PSOE en el asunto de los 420 euros para quienes no tienen otro tipo de subsidio de paro.

Porque después de haber berreado durante tres meses que «el Gobierno iba a realizar un gran esfuerzo para atender a las familias y parados sin ningún tipo de ayuda», después de haber ladrado que la patronal, por romper el diálogo social, había casi echado a perder la posibilidad de esta nueva generosidad zapaterina, resulta que —entre el escándalo de todos, el asombro e incredulidad de muchos, la indignación de los burlados—, la dádiva sólo alcanza a quienes hayan agotado los subsidios tradicionales a partir del uno de agosto de este año. Traduciendo el refrán latino: «Tras un año de monstruosa tumefacción que parecía presagiar un parto gemelar, el zapatero expulsó una suela gastada y agujereada».

Pero si todo ello parece una mofa cruel, las explicaciones y rectificaciones son aún peores. Una facción de los aduladores y turiferarios habituales (desde ciertos medios de descomunicación a los sindicatos) aducen que la medida «ha sido mal explicada»: quieren decir, en verdad, que, ya que los embelecos propagandísticos no han colado, conviene ahora echar la culpa a los ciudadanos por no haber entendido bien las cosas. Por su parte el Gobierno —y otra facción de los aduladores y palafreneros— sostienen que es que no se daban cuenta del alcance de la medida, y que no sabían que, en la práctica, quedaban fuera de la protección casi todos los que la necesitaban, y, más aún, que acaso no puedan hacer más porque no hay dinero; pero que, de cualquier modo, están dispuestos a ver qué pueden corregir, por lo que, para ello, van a llamar a los sindicatos, a fin de que les expliquen cuál es el estado de los parados. ¡Pues si el Gobierno desconoce la realidad e ignora cuál es el alcance de lo que legisla, ya me dirán: Benito y Manolo, Pepe Gotera y Otilio son, al pie de ellos, Aristóteles y Albert Einstein!

Pero puede que no sea todo incapacidad y chapuza. Es muy posible que el Gobierno se haya dicho que, dado que los ciudadanos los votan a ellos una y otra vez, tienen que ser exactamente lo que parecen y, en consecuencia, por qué no tratarlos como lo que son. O que haya pensado que, en vista de que se tragan sumisa o resignadamente todas sus mentiras, cuál sería la razón para no tenerlos por partidarios de la unión ibérica, esto es, como a españoles y lusos.

En las democracias los culpables son los gobernantes, pero los ciudadanos, los votantes, son los responsables: ellos dan el dinero y el poder a los que eligen. Al margen de esa consideración moral o ética, que nos debería incitar a todos a reflexionar sobre los actos y las responsabilidades de cada uno, los votantes del partido gobernante deben de estar pasando en estos momentos por una terrible desazón y un angustioso molimiento. Porque, ya piensen que a quienes han puesto ahí, en el Gobierno, son Manolo y Benito, los próceres de la incompetencia y la chapuza; ya crean que son gentes que desprecian la capacidad e inteligencia de los ciudadanos o bien que conceptúan su adhesión como una fidelidad inquebrantable y perruna, estarán empezando a temer que corren el riesgo de que los restantes ciudadanos establezcan una homología entre votantes y representantes, de que confundan e igualen el ser de unos con el obrar de otros.

¡Y, créanme, yo mismo sufro al pensar en la angustia y en la vergüenza que estarán padeciendo! La habitual troquelación humorística sobre el oprobio de ser periodista —«¡No le digan a mi madre que soy periodista, la pobre cree que me gano honradamente la vida tocando el piano en una casa de lenocinio»— podría ser una parábola adecuada para expresar su padecimiento.

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