La pulsión autoritaria -una componente seguramente de todos los humanos- se da, sin duda, en mayor medida en quien aspira a gobernar. La cuestión, pues, no es la ausencia de esa pulsión, sino su grado y, por tanto, su posibilidad de coexistencia con la democracia. Algunas ideologías contienen, en su misma pretensión de ser, determinados parámetros de actuación e interpretación del mundo que acarrean inevitablemente una específica voluntad de actuación totalitaria; por ejemplo, aquellas que tratan de establecer cómo ha de ser la sociedad futura -aun la democrática- y, en consecuencia, pretenden ahormar o modificar a los individuos, a fin de ajustarlos a ese modelo ideal futuro. Si a ese inevitable arrastre autoritario (que, no se nos escape, tiende a atraer hacia sí los individuos con mayor vocación de manipulación social) sumamos la larga tradición cultural arbitrista española (esa que hace de tantos vecinos de comunidad expertos en cualquier materia y a cada tertuliano de chigre en poseedor de soluciones definitivas para todo), entenderemos con claridad cuáles son las razones últimas de las actuaciones del Gobierno socialista en tantas materias (Plan E, renovables, nucleares, trasvases, enseñanza, pensiones, modelos económicos «sostenibles», bombillas regaladas, prohibiciones de quemar en lugares y fechas donde no hay ningún riesgo y un larguísimo etcétera, entre autoritario y cómicamente arbitrista, que ustedes pueden completar).
La penúltima de las medidas, por ahora sólo enunciada, había sido la de limitar a 30 km/h la velocidad en todos los núcleos habitados, salvo en aquellas vías que tuviesen al menos cuatro carriles, con el pretexto de que, así, habrá menos mortandad de peatones en caso de accidente. Por la misma razón podrían prohibir que se subiese a los andamios, se embarcase para faenar en la mar o se bajase en la mina. Una Humanidad inactiva tendría, sin duda, muchísimos menos riesgos de accidente.
La última de las ocurrencias ha sido la de limitar a 110 km/h la velocidad máxima en las autovías a partir del próximo día 7 de marzo. Es una decisión con la que casi nadie se ha mostrado de acuerdo y para la que no se ven las razones cuando el petróleo ya ha estado más caro, nuestra dependencia del suministro de Libia es limitada y Europa, sobre todo, no ha tomado ninguna medida parangonable. En mi opinión, no hay, tras ella, razones de índole económica, según se afirma, sino «ideológicas» -esto es, de ahormamiento social, de totalitarismo arbitrista-. La crisis de los países del norte de África (con alguno de los peores de los cuales el actual Gobierno ha ido, literalmente, de la mano) ha servido de pretexto para poner en marcha una voluntad largamente represada por el socialismo, la de rebajar la velocidad máxima de las autopistas (con lo cual, de paso, se le da en el focicu al Gobierno catalán actual, que pretendía subirla a 130). Se le ha escapado a mi amigo don Antonio Trevín, delegado del Gobierno, como puede leerse en la página 20 de LA NUEVA ESPAÑA del domingo 27. Pero no hacía falta que don Antonio nos lo confesase: el proyecto había sido anunciado tiempo ha, y muchos de ustedes recordarán, por otro lado, aquella temporada en que los tramos recientes de la autovía hacia Galicia lucían un límite máximo de 110 por hora, un experimento en el que esta sufrida Asturies, como tantas veces, fue pionera. De modo que este golpe de mano, la reducción de velocidad máxima, créanme, no tiene, a no ser que nos resistamos fieramente, otra voluntad que la de quedarse para siempre.
Algunas almas cándidas piensan que el propósito de esta nueva normativa, como de la restante normativa restrictiva circulatoria, es el recaudatorio. ¡Qué equivocados están! ¡Qué inocentes! Ese sería, al fin y al cabo, un procedimiento racional y legítimo en cualquier Estado. La cosa es más profunda: se trata de que seamos como ellos quieren; de hacernos bajar los focicos a tierra para que aceptemos sus designios y su diseño de cómo debemos ser. Eso sí, por supuesto, en nombre de nuestra felicidad y de nuestra -sugerida- inmortalidad, a la que deberíamos sentirnos felices de ser conducidos ramaleados por su sola sabia y benéfica mano.
Créanme, es una cuestión urgente de salud pública y de salvación social y del Estado mismo: hay que echarlos a todos y por la vía rápida, ¡a más de trescientos km/h, si puede ser!
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