Ayer, en LNE: El papel social del intelectual y el demos


                        EL PAPEL SOCIAL DEL INTELECTUAL Y EL DEMOS

                En 1952, el escritor, jurista y sociólogo Francisco Ayala, uno de tantos españoles al que la guerra envió al exilio, se preguntaba por el papel del escritor en aquellos momentos. Lo hacía en un artículo titulado “El escritor de lengua española”, pero la pregunta respondía en realidad a “la situación del escritor en el mundo”. Y esto era lo que respondía: “El régimen social de las masas que […] ha desencadenado y erigido en paradigma lo común, ordinario y vulgar, lo negativo de toda humanidad, convierte al escritor en exiliado nato, le expulsa, en medio de la multitud, al desierto”. Y  añade: “Y ese efecto se completa […] con el crecimiento totalitario de los estados, que extienden su acción sin dejar resquicio libre y que dotan a la prepotencia de las masas […] con los recursos del poder político para impedir o asfixiar cualquier conato de distinción, de disidencia, de búsqueda inquieta”.
                Fijémonos en lo temprano de la fecha, 1952. Sobrescribamos “intelectual” encima de “escritor” y no dejemos de advertir que en las palabras de Ayala hay un lamento personal de añoranza del tiempo en que las gentes de su práctica, los intelectuales, tenían un destacado papel de guías de la opinión. ¿Pero fue siempre así? ¿Era así en aquellos momentos? ¿Y, sobre todo, sigue siendo hoy de ese modo?
                Hubo una época anterior a, pongamos, 1940 en que las palabras de filósofos, escritores, pensadores eran capaces de conmover a la opinión pública e incluso guiarla, en que sus prédicas desde la prensa, sus palabras en el mitin eran seguidas con emoción y devoción. Quizás el período más destacado de esa influencia empieza con la denuncia de Emilio Zola del caso Dreyfus, con su “J’accuse”. Durante esa etapa podemos pensar, por limitarnos a España, al peso social de personajes como Unamuno, Ortega, Azaña, Marañón, Ayala. Tras esa década del cuarenta el peso del intelectual parece decaer, aunque quedan algunos individuos, como Sartre, por ejemplo, que siguen consiguiendo que se oiga su voz. Existen también, más acá, voces, como la de Marcuse, Sontag, Hobsbawm, Barthes o Chomsky, por solo citar algunos, que tienen una influencia grande, aceptados sus argumentos o rechazados, pero más entre los intelectuales que sobre las masas.
                Las palabras de Ayala con respecto a la vulgaridad y trivialidad de las ocupaciones y preocupaciones del “régimen de masas” no son otra cosa que aquello que, en La democracia en América, en la primera mitad del XIX, Alexis de Tocqueville presagiaba para el futuro: el despotismo de la vulgaridad aplastante e igualitaria: “Veo una inmensa multitud de hombres parecidos y sin privilegios que los distingan incesantemente girando en busca de pequeños y vulgares placeres con los que contentan su alma, pero sin moverse de su sitio”.
                Las quejas que en muchos “intelectuales” y exquisitos provoca esta situación de vulgaridad y tabla rasa tienen mucho que ver con que han dejado de ser los únicos que poseían derecho a ocupar el espacio público en busca de “reconocimiento”. Pero, sobre todo, a que desconocen que esas, la de la ausencia de jerarquías de opinión, la de la igualdad de las propuestas y de sus emisores ante la colectividad, no son más que una consecuencia de la democratización progresiva del mundo contemporáneo, que avanza no a través de la apropiación de lo de unos por los otros o mediante el triunfo final de la razón o la clase —como se profetizó—, sino por la multiplicación de bienes y servicios, que, por su propia existencia, se ponen, cada vez más al servicio de todos.
                Y, efecto ineludible de ello, los “intelectuales” se han hecho legión y su discurso se construye al nivel de exigencia de las masas: son los tertulianos, los guías de los programas de radio o televisión, los predicadores de internet. Y, al tiempo, las tribunas se han multiplicado y hoy, quien quiere, dispone de una en las redes para emitir sus ideas, sus sentires o sus soflamas.
                Ahora bien, en las dos últimas décadas esa tiranía de la opinión se ha vuelto enormemente deletérea e instantánea: basta una denuncia para que, sin juicio o sin pruebas, se vean destruidas reputaciones o carreras; un impulso inicial, para que una ola de iconoclasia se lleve por delante la estatua de quien se señale: Churchill o Colón. El mundo se ha convertido en una hoguera al grito y señalamiento de “ex illis es”, tú eres de la cloaca de los malditos. De esa forma, cada uno de los participantes da suelta a sus frustraciones, su rencor o su odio sintiéndose, al tiempo, mejor que los demás al convertirse en justiciero. Pero no lo olvidemos, esos impulsos, si inmediatos, no surgen de forma autónoma: hay siempre detrás impulsores, quienes buscan el negocio, publicitario o lucrativo, o el poder.
                Y, frente a ello, los llamados a ser voces autorizadas, los que se dedican al ejercicio de la inteligencia en sus múltiples formas callan, con escasas excepciones, en un ejercicio de cobardía que disfrazan de prudencia. Salvo, eso sí, que se sientan llamados a participar en una batalla partidista contra el enemigo de la otra orilla. Pero ahí, sus voces no se distinguen de los de los savonarolas anónimos del demos: eructan, simplemente, eslóganes sectarios, prejuicios sin juicio.
                De todas formas, no echemos de menos sin muchas reticencias al intelectual-guía clásico. Empezando por aquella república dictatorial de Platón, ¿cuántos intelectuales no han apoyado, incluso con poemas, las dictaduras comunistas de Rusia, China o Cuba, sus prisiones y sus genocidios? ¿Se acuerdan, por ejemplo, de estas palabras de Juan Benet: “Creo firmemente que mientras exista gente como Alexander Solzhenitsin deberán existir los campos de concentración. Incluso deberían estar mejor vigilados para que personas como Alexander Solzhenitsin no puedan salir” (Cuadernos para el diálogo, 27 de marzo de 1976)?
                ¿O de cómo acabó la prédica de los promotores de la Agrupación al Servicio de la República, Marañón, Ortega y Ayala, que hubieron de salir por pies escapando de aquello que habían traído, y aun tuvieron más suerte que otros, en uno y otro bando, que salieron con los pies por delante?
                No nos conformemos con lo que hay, pero tampoco idealicemos lo que (no) hubo.





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