Ayer, en LNE: Cicerón, la hora presente y Salomón


                                  

                           CICERÓN, LA HORA PRESENTE Y SALOMÓN


                En La invención retórica, cree Cicerón, como Hobbes, Locke, Rousseau y otros, que al estado de sociedad, donde los individuos se mueven dentro de un conjunto de normas, impuestas o acordadas, le antecedió un estado de todos contra todos, el estado de naturaleza. Y, como ellos, piensa que solo tras un pacto, se entró en la nueva situación, donde todos salen ganando, alejándose de aquello que Hobbes definía como una vida “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.  Así ve Marco Tulio aquella época previa: “Hubo un tiempo, en efecto, en el que los hombres erraban por los campos como animales, se sustentaban con ali­mentos propios de bestias y no hacían nada guiados por la razón sino que solían arreglar casi todo mediante el uso de la fuerza; no existía aún el culto a los dioses; nada regulaba las relaciones entre los hombres; nadie había visto aún ma­trimonios legales ni mirado a hijos que pudiera considerar como propios; tampoco conocían los beneficios de una jus­ticia igual para todos. Así, por error e ignorancia, la pasión ciega e incontrolada que domina el alma satisfacía sus de­seos abusando de su perniciosa compañera, la fuerza física”.
                Pero entonces –prosigue el filósofo–, un hombre sabio, conociendo las potencialidades del ser humano, reunió a los que andaban dispersos, y aunque con resistencias al principio, los convenció con su elocuencia y “de fieros e inhumanos los hizo mansos y civilizados. Mas luego la elocuencia, privada de cualquier principio moral, comenzó a corromper las ciudades y a poner en peligro la vida de los hombres”.
                ¿Cómo sucedió ello? Sigamos escuchando, leyendo, a Cicerón: En mi opinión, hubo probablemente un tiempo en el que ni las personas sin elocuencia y sabiduría solían dedicarse a los asuntos públi­cos ni los hombres superiores y elocuentes se ocupaban de causas privadas. Mas como los asuntos de mayor importan­cia eran tratados por las personas más eminentes, otros hom­bres, que no carecían de talento, se dedicaron a los peque­ños conflictos entre particulares. Cuando en estos conflictos los hombres se acostumbraron a defender la mentira frente a la verdad, el uso frecuente de la palabra aumentó su teme­ridad hasta el punto de que los verdaderos oradores, ante las injusticias que se cometían contra los ciudadanos, se vieron obligados a enfrentarse a esos temerarios y defender cada uno a sus amigos. Y así, como los que habían dejado de la­do la sabiduría para dedicarse exclusivamente a la elocuen­cia parecían sus iguales cuando hablaban, y en ocasiones los superaban, ellos mismos se consideraron dignos de gobernar el estado y de igual modo los consideró la multitud. Por ello no debe sorprender que siempre que hombres temerarios e irreflexivos se apoderan del timón de la nave, ocurran gran­des e irreparables naufragios. Esto causó tanto odio y descrédito a la elocuencia que, como cuando se busca en puerto refugio a una violenta tempestad, los hombres de mayor talento abandonaron esa vida sediciosa y de tumultos para refugiarse en la calma del estudio”.
                ¿Les suena de algo esto? ¿Les parece, tal vez, que tiene homología con la situación actual, con la hora presente? Ya ven, si es así, bien pudiéramos traer aquí el adagio de Salomón: “Nihil novum sub sole”, y aun de esa misma idea señalar su manida vetustez, como dice Ricardo León en un magnífico soneto, “No hay nada nuevo bajo el sol. Las horas / son los bostezos del mortal hastío / de este viejo antañón, Cronos impío, / devorador de noches y de auroras […] / En vano al tiempo novedad imploras: / Aun el decirlo es vieja niñería / de alguien más triste y viejo todavía: / lo plagió Salomón ha tres mil años”.
                ¿A ustedes los consuela que siempre haya sido así? ¿Que la demagogia sea inseparable de la opinión común, esto es, de la política? ¿Y que, en consecuencia, la cosa pública espante a tanta gente que podría aportar conocimientos, sabiduría, educación o prudencia, como parece ser queja general? ¿O es que nuestro malestar viene, en el fondo, de no querer aceptar que la realidad sea ineludiblemente tal cual es y que no cabe otra alternativa?
                En cualquier caso, no es mal de nuestro tiempo.






No hay comentarios: