¿Para qué? Todo lo que se publica ya se sabía. Entraba dentro de la lógica de las cosas, porque aquel proceso de paz no podía haber sido de otra manera que como parecía que era y se había gestado. Del proceso, del final del proceso y de lo que va a pasar (si no hay nuevos bombazos) a partir de ahora y de la sentencia del constitucional ya lo dije todo en el mismo 2006 y 2007.
Como muestra, el artículo que publiqué a los cuatro días de iniciarse aquel invento lingüístico de camuflaje que se llamó "proceso de paz" (cuya representación escénica en un escenario múltiple -mesón de felpeyos y trapos d'ETA; Congresu los Diputaos, Euskolegebiltzarra- tuvo lugar el 22 de marzo). MIREN POR FAVOR LOS SUBRAYADOS DE COLOR. VEAN, ENTRE OTRAS COSAS, LO DE LA OFERTA DE DINERO A LOS ETARRAS PARA EL RETIRO.
(LA NUEVA ESPAÑA, 26/03/2006)
EUSKADI: SIN JUSTICIA Y LIBERTAD NO HAY PAZ (26/03/06)
En sí mismo, el reciente comunicado de ETA en que “declara un alto el fuego permanente” no contiene novedad sustancial alguna. Como desde hace veinte años, la banda reclama la posibilidad de incorporar territorios del sur de Francia y Navarra, el derecho de autodeterminación (esto es, de separarse de España) para Euskadi, la excarcelación de los presos y el cese de las actuaciones de la policía y la justicia contra sus crímenes. Es exactamente lo mismo que, a lo largo de dos décadas, han considerado como inaceptable todos los Gobiernos de España que han tratado de abrir un camino hacia el cese del terrorismo.
Es cierto que, a partir de ahí, cabe realizar exégesis de las palabras o desentrañamientos de todo tipo. Se puede uno quedar —como ha pedido el tan especial Iñaki Anasagasti— solo con la palabra “permanente” y desechar el resto del texto. Podría, de otro lado, el lector alarmarse ante el anuncio de que se quiere abrir ahora un “proceso democrático” que “contemple los derechos como pueblo de Euskal Herría”, porque si —–según implican esos sintagmas— ahora no existe democracia en el País Vasco y si el Estatuto no recoge, con una amplitud escasamente comparable en muchos estados federales, una amplia autonomía en él, ¿qué es exactamente los que están diciendo los enmascarados y aquellos a quienes representan?
Así, pues, la literalidad del texto no contiene ningún motivo racional para calificar el miércoles 22 como “día histórico” ni para mostrar la algazara con que la periferia mediática del PSOE ha saludado el acontecimiento. Mucho menos para un gesto tan obsceno como el del alcalde de Donosti, Odón Elorza, brindando con eutrapelia y cava junto a otros conmilitones. En ese sentido, las prudentes manifestaciones de Rodríguez Zapatero anunciando un proceso “largo y difícil”, la expresión de su voluntad de información y entendimiento con el PP, su misma contención gestual, han sido ejemplares, como lo han sido las de Mariano Rajoy, y contrastan con la hueca alharaca propagandística del presidente de nuestra comunidad autónoma o con las navajeras palabras de cierto miserable, socio y sostén habitual del PSOE en el principal ayuntamiento de Asturies.
De ese modo, y de atenerse estrictamente a los términos del miércoles 22 o a su ampliación del día 23, parecería más bien que han sido los demócratas quienes se han acercado a los asesinos, y no éstos a nosotros. Es más, cuando se contemplan las escenas y escenarios desde el punto de vista estricto de la gestualidad y la teatralización no se puede llegar por menos a la conclusión de que han resultado plenamente vencedores los de ETA, pues un comunicado que nada promete ni asegura, presentado por tres encapuchados en una estampa de una tan repugnante como pioyosa estética, ha suscitado la conmoción y la solemnidad en el Parlamento español, la comparecencia pomposa de todo el Gobierno vasco, con su lehendakari al frente, y la agitación en los medios de comunicación: mayor desproporción entre causa y efectos, disimetría tan absoluta entre escenarios es difícil imaginarla.
Ahora bien, es evidente que existen claves hermenéuticas para dar al texto un significado pragmático distinto. Esas claves se basan en la evidencia de que el Gobierno del PSOE y ETA y su mundo llevan ya dos años, al menos, negociando, y que determinados actos y palabras a las que venimos asistiendo en los últimos tiempos (el acuerdo de las Cortes proclamando la disposición a negociar con ETA, determinadas actuaciones o inacciones de Conde-Pumpido, manifestaciones de Patxi López o Eguiguren, explicitaciones de Carod-Rovira o ERC, los silencios de Rodríguez Zapatero sobre la violencia o sus consideraciones acerca de los derechos de HB) responden a los acuerdos que se van produciendo en esa negociación. En consecuencia, desde esa perspectiva, el manifiesto ha de entenderse como un momento de ese proceso, que ha de tener ya unos objetivos y unos pasos más o menos perfilados.
Por tanto, de ser ello así, y es seguro que lo es, las preguntas han de desplazarse desde el manifiesto del día 22 a aquello que supuestamente está acordado o sobre lo que previsiblemente existe un marco de entendimiento, pues es ahí donde adquieren su significado real los términos del comunicado. A ese respecto, la cuestión es una sola: ¿las exigencias del comunicado responden a aquello que el mundo del nacionalismo vasco espera obtener al final del proceso o las sostiene sabiendo que serán imposibles de lograr en todo o en parte?
A nuestro entender, ello tiene que ver con tres vectores: el “ablandamiento” previo de las partes negociadoras (PSOE-Gobierno / ETA- HB); la percepción que de ese ablandamiento o cesión de las posturas históricas de cada uno tenga la parte contraria (es decir, de la habilidad respectiva para ocultar sus debilidades o aguantar sus faroles); la hipótesis que cada una de las fuerzas negociadoras haya construido sobre la capacidad de resistencia que, frente a las exigencias su propio entorno, pueda tener el otro. En términos concretos, ¿tiene la voluntad el conglomerado ETA-HB de renunciar a la autodeterminación y a la incorporación de otros territorios a la actual Euskadi —o al derecho a ello— porque está muy débil, o, en contrario, son el Gobierno y el PSOE los que están dispuestos a caminar en esa dirección porque desean una solución a cualquier precio? En relación a otros elementos que podrían entrar en la negociación, es casi seguro que existen ya preacuerdos sobre acercamiento de presos y medidas de gracia, derogación de la ley de partidos y legalización de Batasuna. No es disparatado, asimismo, suponer que se ha hablado de medidas pecuniarias para dar estabilidad económica a los componentes de la banda en el caso de su disolución.
¿Es verosímil que todo esto vaya adelante? Para empezar, debemos suponer que la voluntad negociadora de ETA, aun con objetivos inaceptables, es sincera, y que no se trata de una mera estratagema para ganar tiempo y posiciones. En ese sentido, la experiencia de las dos treguas anteriores y especialmente de la última, la llamada desde el inicio por Mayor Oreja “tregua trampa”, no invita al optimismo. Pero incluso concediendo la veracidad de esa voluntad manifestada, es claro que las dificultades son enormes, no solo por lo innegociable de algunas demandas, sino porque, en cualquier momento, una fracción de la banda (y no es seguro siquiera que, en estos instantes, se esté tratando con un grupo unánime, lo que, de ser así, acercaría al PSOE al desastre) puede desgajarse y seguir su propio rumbo. En todo caso, es previsible que los terroristas tengan la decisión de convertirse en vigilantes del proceso y garantes de los acuerdos, con lo que, verosímilmente, todas las concesiones que el Gobierno pudiera ir dispensando se realizarían sin la única contrapartida que merece la pena por parte del mundo etarra, su disolución como grupo armado. No debe olvidarse tampoco que, de otro lado, según el diálogo avance sin que se produzca la desaparición de ETA, el Gobierno se irá haciendo más débil e irá disminuyendo su capacidad de presión, no solo porque vaya entregando bazas negociadoras sin compensaciones, sino en cuanto que su fracaso político sería mayor si el proceso no llegase a buen término, y en esa medida, resultaría más fácil para el entorno etarra explotar su ansiedad y su debilidad.
Otro punto de vista, el relativo a las víctimas, adquiere una especialísima significación en este momento, hasta el punto de convertirse en la piedra de toque más importante para verificar y contrastar posturas, caracteres y principios. He de explicar, por cierto, que bajo ese concepto, el de “víctimas”, no me refiero ahora principalmente a los familiares de ellos, sino a los muertos o a los mutilados por ETA.
Se ha definido al hombre, a la especie humana, de muchas maneras para señalar su disparidad con otros semovientes. “Animal de ciudad y de sociedad (y no de campo)”, “animal que posee lenguaje / pensamiento” lo ha llamado Artistóteles; “la especie que se hace preguntas” era el concepto manejado por José Antonio Marina en la Nueva España hace pocos días. A mi entender, lo que nos diferencia fundamentalmente de los animales es que el mundo no nace y muere para cada uno de nosotros con nuestro despertar o nuestro sueño, sino que, por el contrario, el pasado sigue viviendo en nuestra memoria y esa realidad, junto con el presente, es capaz de proyectar nuestros actos y esperanzas hacia el futuro. Es esa continuidad la que nos hace humanos y explica nuestras formas de convivencia y de nuestra previsión del futuro; la que constituye el sustrato último de la política, de la familia, de la religión, del culto a los muertos, de la ética: de la sociedad, en una palabra. Y es esa obligación, la de la memoria, la principal que tenemos para con las víctimas, no, como parece insinuarse de forma reiterada y canallesca en los últimos tiempos, la de darles más dinero o pasarles la mano por el hombro con más entusiasmo o dedicación.
Porque cada uno de los ciudadanos que ha caído asesinado lo ha sido con la finalidad de convertirlo en moneda de cambio, en carne trémula y sangrante puesta en el platillo de la balanza para excitar nuestro terror, nuestro horror, nuestra rendición, a fin de poder conseguir los terroristas sus objetivos políticos. Conceder ahora esos objetivos en la negociación sería una traición hacia cada uno de los asesinados, una banalización de su dolor y del significado de sus vidas: ¿Porque cuál sería el sentido de su muerte, si se podía haber entregado hace mucho aquello por lo que murieron? O, peor aún, ¿qué profanación de sus personas no sería la de aceptar que es la suma de sus vidas y su dolor la que, suficientemente acumulada, ha constituido el arma con la que los asesinos nos obligan a rendirnos y, al tiempo, al hacerlo, aceptando así su enajenación, a aniquilar el sentido de la vida y la muerte de los asesinados? Si eso ocurriera, no habría justicia, y si no hay justicia, no habrá paz que merezca tal nombre.
Finalmente, y en el supuesto de que el proceso llegue a su término, tendría que preocuparnos extremadamente la situación final de las calles de Euskadi. Porque no debería ocurrir que, establecida una situación de ausencia de asesinatos y extorsiones, el dominio de la plaza pública siguiese siendo de quienes la han conquistado en estos últimos años mediante la coacción, las delaciones, el chantaje, la chulería y las amenazas, ya que, de ser así, se consolidaría una situación de vencedores, los causantes del dolor y la muerte, y vencidos, sus víctimas. Sería inaceptable que el conflicto paradigmático que se da en Azkoitia, donde la ciudadana Pilar Elías tiene que convivir con el desafío cotidiano del asesino de su marido, se generalizase. No podría propiciarse una solución en que los asesinos, sin arrepentimiento ni petición de perdón, volviesen a sus pueblos como triunfadores, y se pavoneasen de ello frente a las víctimas. En esa situación, no habría libertad real en la sociedad vasca.
En una palabra, y aun poniéndonos en la mejor de las expectativas (en la más zapaterina o panglossiana de ellas), nunca habrá paz en Euskadi si no se dan al mismo tiempo la justicia, es decir, el pago de los crímenes, y la libertad, esto es, el que los asesinos, una vez egresados, no se enseñoreen de las calles, coartando, con la continuidad del monopolio de la violencia, la libertad de los demás.