¿HACIA LA ARGENTINIZACIÓN DE ESPAÑA?

En los últimos tiempos no es infrecuente leer u oír (también en la calle, no sólo en los medios) la idea de que nos acercamos a una «argentinización» de nuestra sociedad: empobrecimiento generalizado, degradación social, destrucción del tejido productivo, estancamiento, control total de la sociedad por unos partidos con un alto nivel de corrupción. Todo ello, tras un largo período en que las decisiones políticas, apoyadas una y otra vez por los ciudadanos, acaban por «comerse el país». ¿Es ello sólo un discurso derrotista o destructivo o tiene puntos de apoyo en la realidad para mantenerse?

Déjenme decir, ante todo, que no me parece probable que vayamos a recorrer ese camino, pero creo que, de todas formas, debemos señalar cuáles son los elementos estructurales o de coyuntura que invitarían a recorrer esa senda.

En primer lugar el déficit, que se sitúa en algo más del 11% del PIB en las cuentas del Estado, y al que habría que añadir el de ayuntamientos, comunidades y diputaciones. Pese a la subida del IVA y algunos otros impuestos, no es probable que mientras no se produzca una recuperación muy vigorosa (y ello va a ir más allá de este 2010) esa cifra disminuya. Existe, es cierto, un cierto colchón en nuestro nivel de deuda, pero se agotará pronto. En segundo lugar, la previsible evolución del número de pensionados, amenazadora desde hace mucho tiempo. En tercer lugar, el mercado de trabajo y la negociación colectiva, con desajustes importantes y barreras que dificultan la contratación, encarecen los costos relativos de las empresas e impiden asentarse en el empleo a los trabajadores recién llegados. En cuarto lugar, y muy especialmente, nuestra escasa productividad y la composición de nuestra estructura productiva, que nos hace muy poco competitivos y, por tanto, poco capaces de crear empleo. En relación, al tiempo, con esta escasa competitividad y con la burbuja «de expectativas de ganancias y crecimiento futuros» de los últimos años, está uno de los vectores de nuestra mala posición para competir —el otro, es el tecnológico—: los costos salariales (recuérdese el análisis del Nobel «zapateril» Krugman afirmando que los españoles deberíamos rebajarnos el sueldo un 25%). Y, finalmente, nuestra enorme deuda exterior y los problemas de algunas entidades financieras, que en las últimas semanas ha tenido una traducción visible en la retribución de nuestros bonos de deuda y en la desconfianza de los mercados hacia España, causante de la estrepitosa caída bursátil de estos días.

¿Tiene solución todo ello? En estos momentos, mientras redacto este artículo, el señor Campa y la ministra Salgado lo andan repitiendo por Europa: «España ya ha salido de una situación como esta». Cierto, lo que no dicen es que ni el PSOE ni el Presidente, Zapatero, están dispuestos a tomar ninguna medida que lo pueda solucionar. Tenemos estos días tres ejemplos: la propuesta y retirada del aumento de la edad de jubilación, la propuesta y retirada del período para el cálculo de las pensiones, el inconcreto y escurridizo documento sobre la reforma laboral. Y si acudimos a estos últimos años, en especial, desde el 2007, lo que caracteriza fundamentalmente a este Gobierno es la voluntad de inacción en materia económica y de relaciones laborales.

Así pues, la cuestión no es si podemos evitar un hipotético camino hacia la argentinización, sino si la sociedad —tanto los representantes políticos como los ciudadanos que los avalan y que les reiteran su aval— quiere poner los medios para evitarlo.

El más notable de los elementos que empobinen en esa dirección es la «peronización» de nuestra economía, poniendo en manos de los sindicatos decisiones fundamentales en materia económica y todas las relativas a las relaciones entre las partes en el ámbito de la producción de riqueza. Esta peronización, primorriverismo u organicismo, tan del gusto de siempre del PSOE, no sólo es una anomalía democrática, sino un disparate en sus efectos económicos (no así en los políticos, que parece ser un buen negocio).

El segundo y definitivo reside en la sociedad. España, pese a todo, dispone de buenos activos y es un país con unas estructuras sociales potentes: somos un país moderno, nos hemos constituido en la octava potencia económica del mundo, la red de infraestructuras es envidiable (quizás, salvo en Asturies), tenemos notables empresas que estos años se han convertido en multinacionales, existe una red de empresas que innova y exporta, la educación (aunque muy mejorable) se extiende a toda la población, existe una parte de nuestra sociedad que actúa como sociedad civil al margen de los poderes públicos, somos un estado relativamente homogéneo, con unas clases medias amplias…

Todos esos elementos representan un importantísimo bagaje para que podamos dar la vuelta a esta situación y volver al crecimiento, la modernización y la búsqueda de puestos de cabeza en el mundo. Ahora bien, si como ocurrió en algunos países latinoamericanos, quienes deberían constituir lo más dinámico y progresivo de nuestra sociedad se empecinan, por prejuicios de secta, de discurso o de falsa representación de la realidad (alguno de los que el Barón de Verulam llamaba «idola»), en sostener los métodos, los actores y las organizaciones que se empeñan en llevarnos hacia el empobrecimiento generalizado y el desastre social, entonces el camino será recorrido y el destino final será inevitable y, seguramente, irreversible, pese al euro y pese a Europa.


P.S. El PSOE y el Gobierno acaban de lanzar la consigna: la causa de las últimas turbulencias financieras es «una conjura del capitalismo financiero internacional». Acabarán convocándonos a la Plaza de Oriente, donde la Leire y el Blanco repartirán de nuevo la pancarta «Si ellos tienen Onu, nosotros tenemos dos». Se llenará, ya lo verán.

¡A uno siempre lo sacude un ramalazo de emoción estética cuando confirma la inmarcesible continuidad histórica del casticismo español!


Asoleyóse na Nueva del 12/02/10

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