Alfonso XIII y Churchill (I)

Resulta interesante el retrato que de Alfonso XIII nos da Winston Churchill en su Grandes contemporáneos (1937), por la visión personal que de él tiene, por los matices que aporta sobre el personaje, tanto en el plano político como humano, por el "sentir" de la sociedad española de la preguerra con respecto a EEUU...

En cualquier caso, y aunque seguramente la mayoría de mis lectores conocen ya todos los patices que el texto les pudiere aportar, lo transcribo aquí porque entre otras cosas, a algunos, espcecialmente a los más jóvenes, les ayudará a superar la idea absolutamente plana y estrábica que de la historia se les va creando, tanto desde las portavocías personales de la enseñanza como desde los altavoces atronadores de la manipulación política.

Nota: como el texto es largo, lo sustancio en tres entregas sucesivas.



¡NACER rey! ¡No haber sido jamás otra cosa que rey; Haber reinado durante cuarenta y seis años, y después ser destronado! ¡Empezar una nueva vida en la madurez de la edad, en condiciones diferentes y reducidas, en una situación y en un estado de ánimo nunca hasta entonces experimentados, excluido de la única actuación a la que toda la vida se había consagrado! ¡Áspero destino, ciertamente! Haber dado lo mejor de sí mismo, haber arrostrado inquietudes y peligros, haber realizado grandes cosas, haber estado al frente de su país durante todos los riesgos del siglo xx; haber visto a su patria crecer en prosperidad y reputación; y después ser violentamente rechazado por la nación de que estaba tan orgulloso, cuyas glorias y tradiciones encarnaba; la nación que había tratado de simbolizar en las más bellas acciones de su vida..., no hay duda que es bastante para poner a prueba el alma de un humano mortal.

Las vicisitudes de los políticos no guardan relación con semejante prueba. Los políticos se elevan a través de afanes y luchas; esperan caer; esperan levantarse de nuevo. Casi siempre, en el poder o fuera de él, están rodeados y sostenidos por grandes partidos. Tienen con ellos muchos compañeros de desgracia. Su labor, con toda su variedad e interés, continúa. Los políticos saben que no son más que criaturas de un día. No sostienen en sus manos el áureo joyero que encierra los tesoros de las centurias y cuya pérdida sería irreparable. Están prontos a alternar lo favorable con lo adverso a lo largo del sendero que han escogido en la vida. Y aun los mismos políticos sufren sus angustias. Míster Birrell, ingenioso y prudente, tuvo que salir del Gobierno en 1916 a causa de los sucesos de la rebelión de Dublín, y más tarde, dentro del mismo año, su jefe, míster Asquith, cayó bajo las presiones de la gran guerra. Al considerar este último acontecimiento, decía Birrell: «Debe de haberle sido muy penoso. Aun a mí, que no hice más que caer de un burro (la secretaría de Irlanda), no me gustó nada; más duro le será a Asquith, que ha sido derribado de un elefante a la vista de todo el imperio británico». Pero ser rey y luego ser destronado... es una prueba incomparablemente más acerba.

Alfonso XIII fue hijo póstumo. Su cuna fue un trono. Hubo un tiempo, durante la regencia de su madre, en que a los filatélicos les deleitaban los sellos de España, que ofrecían la imagen de un bebé. Más tarde aparecieron los rasgos angelicales de un niño, después el perfil de un joven, y, por último, la cabeza de un hombre. Una educación severa: ayos, preceptores y una reina madre lo instruyeron en la profesión de rey. La educación de los príncipes es muy exigente. La disciplina escolástica, la religiosa y la militar oprimen entre sus garras al chico. Profesores, obispos y generales se presentan a cada hora y se apostan en cada sendero de la vida juvenil. Todos le inculcan el sentimiento de la majestad, todos le encarecen la idea del deber, todos insisten en la norma del decoro. Los verdaderos reyes tienen un punto de vista único. Ni aun el más eminente de sus súbditos posee el mismo engarce con la vida de todo su pueblo. Elevados muy por encima de los partidos y de las facciones, personifican el espíritu del Estado. Pero que alguien tan encumbrado, con tal preparación, tan henchido de honores, llegue a ser un verdadero y perfecto hombre de mundo, de noble apostura, pero sin la menor presunción ni fatuidad, demuestra que ha sido dotado, al nacer, del personal atractivo.

Delicado principito, educado sin las asperezas de la enseñanza pública, Alfonso templó su carácter y su naturaleza en una vida al aire libre. Su niñez de consciente realeza habría echado a perder a la mayoría de los niños; pero él se preocupó de ser un nadador, un jinete un escalador de montañas. Practicó primero el alpinismo trepando a las cumbres próximas al palacio de Miramar. Esbelto, ágil, optimista, su mente y su cuerpo se armonizaban. Jamás ha sido dado a la ostentación o a la molicie; sus placeres han sido siempre los de un hombre, su comportamiento el propio de un rey. Su afición por el polo modificó sin duda al oficial español de caballería. Es difícil imaginar al ejército español sin su impetuoso y valiente caudillo.

Apenas había alcanzado Alfonso la virilidad, cuando un nuevo maestro, llamado el peligro, unió sus lecciones a las del curso áulico. En los sombríos bajos fondos de la política española hay muchas sociedades secretas sobre las cuales la pistola y la bomba ejercen horrible, dramática atracción. Todo el mundo recuerda la tragedia que perturbó y estuvo a punto de convertir en su último día el día de la boda: el largo, espléndido cortejo, las jubilosas multitudes; en su carroza real el joven monarca y la hermosa princesa británica que acababa de ser su esposa; la lúgubre, furtiva figura asomándose a la ventana más alta, el pequeño paquete de monstruoso poder, la destructora explosión, la calle hecha una carnicería, decenas de hombres y mujeres revolcándose en su sangre o heridos de muerte; la consternación y el pánico en torno a la horrorosa escena; el rey, sereno y frío como el acero, ayudando a la desposada a descender del acribillado carruaje y tratando de ocultar a sus ojos el espectáculo circundante; los brillantes uniformes escarlata del destacamento del 16 de lanceros, enviado de Inglaterra en su honor, lanzándose delante en su auxilio... La escena, íntegra, perdura estampada en la memoria de la generación contemporánea.

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