El punto de ignición


Nos encontramos empantanados: el crédito no fluye por razones varias (deuda exterior, crédito inmobiliario incobrable, atractivo de los títulos de deuda, obligaciones de provisión mayores); la demanda interior se ha reducido; todo un sector, el inmobiliario, de alto empleo, se ha derruido; sobreendeudadas y con déficits altos, las administraciones tienen que contraer sus presupuestos y restringir la inversión productiva. Como consecuencia, el empleo se ha destruido hasta alcanzar cifras del 20% y vamos caminando hacia el 21%.

Atascados en esa llamarga, no se ven remedios que nos permitan salir del marasmo: las exportaciones, aunque ligeramente crecientes en los últimos meses, son notoriamente insuficientes y, de cualquier manera, no afectan más que a algunos sectores productivos; el aumento de la demanda no ocurrirá sin más empleo y sin expectativas de crecimiento y, en cualquier caso, no existe sector alguno que, en lo inmediato, pudiese crecer exponencialmente para recuperar una parte apreciable del empleo desaparecido en el sector de la construcción (lo del «cambio de modelo productivo», así propuesto, como el que cambia de chigre o de camisa, no tiene significado alguno, no es más que una gilipsoellada).

Habrá que buscar, pues, un punto de ignición, una chispa, que pueda mejorar el sistema de forma, aunque limitada, inmediata, partiendo de las posibilidades de creación de riqueza/empleo actualmente existentes. A mi juicio, ese punto de ignición no se halla más que en los ámbitos empresariales en que la creación de empleo puede significar una expectativa inmediata de generación de beneficios y en que el margen para decidirse a crear esos nuevos empleos, frente a la alternativa de menores ganancias o de sustitución de la mano de obra por equipos, es pequeña.

Ahora bien, para que ese paso se dé son necesarias dos condiciones: una económica: que los costes a término del contrato (esto es, contando con el finiquito) sean ventajosos; otra, jurídico-política: que no exista la posibilidad de variación de las condiciones del contrato hasta su término definitivo y que quede excluido el albur de la interpretación judicial. En esas condiciones es posible la creación de un número bastante alto de puestos de trabajo. Para ello ha de irse a un tipo de contrato excepcional que, garantizando que no se sustituyan otro tipo de empleos, facilite un número extraordinario de contrataciones en un plazo de uno o dos años.

El recientemente aprobado real decreto-ley 1/2011, de 11 de febrero, camina en esa línea. Empero, su fijación en el contrato a tiempo parcial y sus restricciones por el tipo de sujeto contratable, así como la existencia de dudas razonables sobre la extinción de los vínculos, hacen de las medidas contenidas en el mismo un instrumento limitado. Porque hemos de tener en cuenta que nos encontramos en una situación de auténtica emergencia: personal, para cada uno de los casi cinco millones de desempleados; fiduciaria, para las arcas del Estado; colectiva, para el conjunto de la economía. No se trata ahora, pues, de pensar en «los derechos» en abstracto, sino de defender con uñas y dientes el derecho básico, el de tener un puesto de trabajo y unos ingresos derivados de ello. Como efectos sobrevenidos: la rebaja de las prestaciones por desempleo, el aumento de la demanda y, en el capítulo de intangibles, la creación de un clima de progreso y mejora.

En otro orden de cosas, dos consideraciones a partir de la aprobación del real decreto. Una, ¿cómo es posible que llevemos tres años perdidos no porque el Gobierno haya «negado la crisis» (que no es más que, en cuanto acusación, una babayopepada, retórica de la mala), sino porque se ha negado a gobernar? Dos: ¿caerán alguna vez en la cuenta estos seudoizquierdistas -que son casi todos los que hay- de que si sus fórmulas no valen para regir el mundo no es que exista una conspiración mundial que las impida funcionar, sino que no son otra cosa que logomaquia, aire de ensueños, regüeldos de mentalidad adolescente?

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