Sostiene un amigo mío, lúcido asturianista, que la famosa frase que se habría emitido desde el Simancas en los últimos momentos de su resistencia, “Disparen sobre nosotros, el enemigo está dentro”, no contenía en realidad ningún mandato épico en castellano (“Disparen sobre nosotros, el enemigo está dentro”), sino una pura constatación en asturiano (“Disparen sobre nosotros, el enemigu está dentro”). Más allá de cuál haya sido la realidad, lo cierto es que la propuesta de mi amigo es plenamente coherente con la situación de marginación histórica de nuestra lengua: rechazado su derecho a existir, cualquier manifestación de la misma es negada como tal o convertida en otra cosa.
Supongo que el perspicaz lector ya se habrá dado cuenta de las causas que hicieron aflorar a mi consciencia, en su día, esta propuesta interpretativa: la prohibición del Real Instituto de Estudios Asturianos de que, en unas jornadas denominadas “I Congreso de Estudios Asturianos”, se presentasen ponencias en asturiano. Así, la lectura en clave lingüística asturiana del enunciado simanquino tiene una doble utilidad: por un lado, nos recuerda, una vez más, la general manipulación a que se someten los hechos lingüísticos de una parte importantísima de nuestro pueblo o la negación que de ellos se hace; por otro describe perfectamente el significado del episodio rideíno.
No quiero enumerar aquí la larga lista de prohibiciones y ataques que la institución ubicada en Porlier ha venido realizando contra el asturiano desde su fundación —en ese sentido no acaba de hacer otra cosa que ser coherente con su tradición—, pero sí me interesa señalar que la mayoría de las personas que forman parte de la institución, y especialmente sus directivas, padecen una grave hemiplejía afectiva con respecto a nuestro país y nuestra cultura. Yo no dudo que todos ellos sentirán un profundo amor hacia muchos de los rasgos o datos culturales asturianos. Ahora bien, esa empatía convive en ellos con una profunda antipatía o menosprecio para la lengua asturiana, pasión que los lleva a actos de hostilidad como el de estos días.
Hagámonos una pregunta: ¿se ama de verdad un país o sus gentes si se conlleva una tan visceral animosidad contra una parte de él o contra el ser y manifestarse de sus habitantes? ¿Se puede ser asturianista despreciando una parte de la cultura asturiana? Ciertamente, un asturiano no está obligado a tener un hórreo ni una fonoteca de tonada, de la misma forma que tampoco es exigible que le guste ese bien mueble o que acuda a exhibiciones del canto nacional. Ahora bien, ¿qué opinaríamos de un conciudadano nuestro que quisiese eliminar los hórreos y la asturianada o que prohibiese su posesión o audición por los demás? ¿Lo dejaríamos seguir disfrutando del título de asturiano afectivo o cultural?
Esa animosidad contra lo asturiano –tan asimilable a lo que sociólogos y antropólogos califican como “autoodio cultural”— la conocemos en primera persona quienes tenemos un nombre en nuestra lengua. No transcurre día sin que tengamos que soportar como lo castellanizan o se niegan a emitirlo en asturiano con los más variados pretextos: “no he estudiado asturiano”, “no sé pronunciarlo”, “no es oficial”. Y, sin embargo, las mismas personas recitan con absoluta impasibilidad, y aun con unción, el nombre “extranjero” más reciente o insólito, ya sea ruso, búlgaro, inglés, malgache o extraído del último serial televisivo. Sólo los nombres en asturiano les revuelven las vísceras y les provocan el funcionamiento espontáneo de la “máquina justiciera automática”, esto es, de traducción al castellano. Y no suele ser infrecuente que, al pretender ofender a quien tienen enfrente, junto con los argumentos antes expresados, añadan, a modo de justificación de su conducta, su acendrada asturianidad, su nacimiento a orillas del Cantábrico y la riestra de apellidos asturianos que poseen, sin que uno llegue a comprender nunca el porqué –en el entender de esas personas— el ser asturiano justifica el ser mal educado para con el otro.
Algunos han pretendido censurar la conducta del RIDEA desde un punto de vista político, señalando las obligaciones derivadas del artículo cuarto del Estatuto o la Ley de Uso y Promoción del Asturiano. Otros han silogizado que, si hubiera cooficialidad, esto no habría pasado. A mi entender —y sobre los argumentos de tipo sociológico y conductual arriba expresados, tan comunes— no hace falta acudir al ámbito jurídico o político para evaluar los actos rideenses, se pueden enfocar el juicio desde un campo más básico, más elemental. “Manca finezza” ha señalado, a propósito del enguedeyu, José Luis García-Martín, en la Nueva España del domingo 14 de mayo. ¿Falta de habilidad o inteligencia? Yo diría, más bien, que sobra de grosería y mala educación. Simplemente.
No crean ustedes que este suceso es una anécdota o se agota en sí mismo: es trascendente. Representa una parte sustancial del problema de nuestra sociedad: una Asturies que menosprecia e infravalora lo que somos, que está poco dispuesta, en consecuencia, a mirar por lo suyo y a laborar por el prójimo y en lo próximo. Es como una Asturies que corriese siempre hacia fuera para dejar atrás su sombra o su reflejo, con los que nada quiere saber. Esa mentalidad, tan extendida, no se limita al ámbito de la cultura: condiciona la economía, la política, la sociedad toda.
Para explicar lo inextricable de situaciones de compleja crisis social suele citarse aquella famosa frase de Ortega, referida a España, de que “no sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa”. En Asturies sí sabemos lo que nos pasa, es palmario. Lo que ocurre es que eso que nos pasa, nuestro problema de menosprecio y displicencia hacia lo nuestro, algunos lo tienen por el non plus ultra de la civilidad, de la buena educación, de la modernidad y del amor a la patria.
Disparen sobre nosotros. El enemigo está dentro.
Supongo que el perspicaz lector ya se habrá dado cuenta de las causas que hicieron aflorar a mi consciencia, en su día, esta propuesta interpretativa: la prohibición del Real Instituto de Estudios Asturianos de que, en unas jornadas denominadas “I Congreso de Estudios Asturianos”, se presentasen ponencias en asturiano. Así, la lectura en clave lingüística asturiana del enunciado simanquino tiene una doble utilidad: por un lado, nos recuerda, una vez más, la general manipulación a que se someten los hechos lingüísticos de una parte importantísima de nuestro pueblo o la negación que de ellos se hace; por otro describe perfectamente el significado del episodio rideíno.
No quiero enumerar aquí la larga lista de prohibiciones y ataques que la institución ubicada en Porlier ha venido realizando contra el asturiano desde su fundación —en ese sentido no acaba de hacer otra cosa que ser coherente con su tradición—, pero sí me interesa señalar que la mayoría de las personas que forman parte de la institución, y especialmente sus directivas, padecen una grave hemiplejía afectiva con respecto a nuestro país y nuestra cultura. Yo no dudo que todos ellos sentirán un profundo amor hacia muchos de los rasgos o datos culturales asturianos. Ahora bien, esa empatía convive en ellos con una profunda antipatía o menosprecio para la lengua asturiana, pasión que los lleva a actos de hostilidad como el de estos días.
Hagámonos una pregunta: ¿se ama de verdad un país o sus gentes si se conlleva una tan visceral animosidad contra una parte de él o contra el ser y manifestarse de sus habitantes? ¿Se puede ser asturianista despreciando una parte de la cultura asturiana? Ciertamente, un asturiano no está obligado a tener un hórreo ni una fonoteca de tonada, de la misma forma que tampoco es exigible que le guste ese bien mueble o que acuda a exhibiciones del canto nacional. Ahora bien, ¿qué opinaríamos de un conciudadano nuestro que quisiese eliminar los hórreos y la asturianada o que prohibiese su posesión o audición por los demás? ¿Lo dejaríamos seguir disfrutando del título de asturiano afectivo o cultural?
Esa animosidad contra lo asturiano –tan asimilable a lo que sociólogos y antropólogos califican como “autoodio cultural”— la conocemos en primera persona quienes tenemos un nombre en nuestra lengua. No transcurre día sin que tengamos que soportar como lo castellanizan o se niegan a emitirlo en asturiano con los más variados pretextos: “no he estudiado asturiano”, “no sé pronunciarlo”, “no es oficial”. Y, sin embargo, las mismas personas recitan con absoluta impasibilidad, y aun con unción, el nombre “extranjero” más reciente o insólito, ya sea ruso, búlgaro, inglés, malgache o extraído del último serial televisivo. Sólo los nombres en asturiano les revuelven las vísceras y les provocan el funcionamiento espontáneo de la “máquina justiciera automática”, esto es, de traducción al castellano. Y no suele ser infrecuente que, al pretender ofender a quien tienen enfrente, junto con los argumentos antes expresados, añadan, a modo de justificación de su conducta, su acendrada asturianidad, su nacimiento a orillas del Cantábrico y la riestra de apellidos asturianos que poseen, sin que uno llegue a comprender nunca el porqué –en el entender de esas personas— el ser asturiano justifica el ser mal educado para con el otro.
Algunos han pretendido censurar la conducta del RIDEA desde un punto de vista político, señalando las obligaciones derivadas del artículo cuarto del Estatuto o la Ley de Uso y Promoción del Asturiano. Otros han silogizado que, si hubiera cooficialidad, esto no habría pasado. A mi entender —y sobre los argumentos de tipo sociológico y conductual arriba expresados, tan comunes— no hace falta acudir al ámbito jurídico o político para evaluar los actos rideenses, se pueden enfocar el juicio desde un campo más básico, más elemental. “Manca finezza” ha señalado, a propósito del enguedeyu, José Luis García-Martín, en la Nueva España del domingo 14 de mayo. ¿Falta de habilidad o inteligencia? Yo diría, más bien, que sobra de grosería y mala educación. Simplemente.
No crean ustedes que este suceso es una anécdota o se agota en sí mismo: es trascendente. Representa una parte sustancial del problema de nuestra sociedad: una Asturies que menosprecia e infravalora lo que somos, que está poco dispuesta, en consecuencia, a mirar por lo suyo y a laborar por el prójimo y en lo próximo. Es como una Asturies que corriese siempre hacia fuera para dejar atrás su sombra o su reflejo, con los que nada quiere saber. Esa mentalidad, tan extendida, no se limita al ámbito de la cultura: condiciona la economía, la política, la sociedad toda.
Para explicar lo inextricable de situaciones de compleja crisis social suele citarse aquella famosa frase de Ortega, referida a España, de que “no sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa”. En Asturies sí sabemos lo que nos pasa, es palmario. Lo que ocurre es que eso que nos pasa, nuestro problema de menosprecio y displicencia hacia lo nuestro, algunos lo tienen por el non plus ultra de la civilidad, de la buena educación, de la modernidad y del amor a la patria.
Disparen sobre nosotros. El enemigo está dentro.
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