¡Trágala, trágala, trágala, perro!
A nadie le cabrán ya dudas (salvo a las personas de mucha fe, esto es, a los ciegos voluntarios) de que el texto del Estatut catalán es un trágala en toda regla, un trágala que, de ninguna de las maneras, en más o en menos, cabe en el ámbito constitucional.
Es cierto que la redacción actual es una redacción rebajada con respecto al proyecto emanado del Parlament (aquél que Zapatero había prometido que aceptaría tal cual viniese), tras haber sido dulcificado por el dúo nicotinoso Zapatero-Artur Mas y por las Cortes españolas. Pero aún así, muchas de las normas contenidas en dicha Ley-en estado-de-ya-veremos (¿Cuál es el estatus de una ley ya promulgada y refrendada, pero aún no sometida al cepillado del tribunal Constitucional?) no tienen cabida en la Ley de leyes española. No la tienen ni siquiera desde el punto de vista de aquellos que poseen una manga más ancha con respecto a las desviaciones del Estatut, pues aunque de alguno de algunos artículos se haga una lectura restrictiva, esto es, diciendo que en realidad no dicen lo que quieren decir, queda un conjunto de ellos inasumibles incluso por la actual minoría del alto tribunal, el llamado «sector progresista».
Es, pues, evidente que desde el punto de vista jurídico y político, CiU, IU, PSOE, PSC, Zapatero y Artur más han hecho un pan como unas hostias. Ese producto no es únicamente un engendro jurídico, sino que ha tenido graves consecuencias en el orden institucional y político —entre otras, haber provocado una cascada de reacciones en otras comunidades— y seguirá teniéndolas en el futuro.
Pero sobre esos efectos que afectan al ámbito catalán y a las relaciones del conjunto de España (o del estado, si lo prefieren), en un ámbito, y a las relaciones de las comunidades entre sí y a la estima de algunos órganos jurisdiccionales, en otro, el estatuto catalán es un trágala también para los ciudadanos que viven en otras comunidades autónomas, tanto en cuanto individuos como en cuanto ciudadanos de una comunidad.
Porque al margen de las cuestiones relativas a lengua y soberanía, el Estatut establece para Cataluña una capacidad de representación en determinados órganos del estado que no van a tener otras comunidades; fija límites a la igualdad entre los individuos mediante la expresa limitación de las materias en que los ciudadanos tendrán los mismos servicios; determina —y, al parecer, con vocación de eternidad— qué cuota de recaudación tributaria corresponderá a todas las comunidades del estado; se atribuye la potestad de actuar sobre las decisiones del estado o de ponerles límite, tanto dentro como fuera de España… En una palabra, por un lado discrimina a los demás ciudadanos imponiéndoles sus intereses o puntos de vista en determinadas materias y en la organización general de la administración; por otro, adquiere capacidades y potestades que los demás no podrán tener.
Pues bien, todo este desbarajuste injusto y discriminatorio no fue organizado únicamente por los partidos nacionalistas catalanes, sino que fue propiciado, impulsado, apoyado y votado por todo el PSOE: por Zapatero en primer lugar, por el PSC, por los diputados y senadores asturianos, por la FSA, con Javier Fernández a su frente, por el gobierno asturiano, con Areces a la cabeza; por todos y cada uno de los militantes socialistas y de sus votantes, que refrendaron una y otra vez el trágala.
Quizás los asturianos, además de mirar estos días hacia el barullo mediático catalán-madrileño en torno al constitucional y al Estatut deberíamos mirar también un poco más cerca, dentro del espacio comprendido entre la cordillera y el mar. Porque no es un asunto ajeno éste, es nuestro también. Y nosotros no somos aquí los beneficiarios, como lo son los catalanes, sólo las víctimas.
Sí, no estaría mal, que sobre ver la viga en el ojo ajeno, reparásemos también en la trabe que ciega el nuestro. Y que, de paso, cayésemos en la cuenta de quién nos la ha metido y de que si es para eso para lo que tantos asturianos les han dado su voto.
A nadie le cabrán ya dudas (salvo a las personas de mucha fe, esto es, a los ciegos voluntarios) de que el texto del Estatut catalán es un trágala en toda regla, un trágala que, de ninguna de las maneras, en más o en menos, cabe en el ámbito constitucional.
Es cierto que la redacción actual es una redacción rebajada con respecto al proyecto emanado del Parlament (aquél que Zapatero había prometido que aceptaría tal cual viniese), tras haber sido dulcificado por el dúo nicotinoso Zapatero-Artur Mas y por las Cortes españolas. Pero aún así, muchas de las normas contenidas en dicha Ley-en estado-de-ya-veremos (¿Cuál es el estatus de una ley ya promulgada y refrendada, pero aún no sometida al cepillado del tribunal Constitucional?) no tienen cabida en la Ley de leyes española. No la tienen ni siquiera desde el punto de vista de aquellos que poseen una manga más ancha con respecto a las desviaciones del Estatut, pues aunque de alguno de algunos artículos se haga una lectura restrictiva, esto es, diciendo que en realidad no dicen lo que quieren decir, queda un conjunto de ellos inasumibles incluso por la actual minoría del alto tribunal, el llamado «sector progresista».
Es, pues, evidente que desde el punto de vista jurídico y político, CiU, IU, PSOE, PSC, Zapatero y Artur más han hecho un pan como unas hostias. Ese producto no es únicamente un engendro jurídico, sino que ha tenido graves consecuencias en el orden institucional y político —entre otras, haber provocado una cascada de reacciones en otras comunidades— y seguirá teniéndolas en el futuro.
Pero sobre esos efectos que afectan al ámbito catalán y a las relaciones del conjunto de España (o del estado, si lo prefieren), en un ámbito, y a las relaciones de las comunidades entre sí y a la estima de algunos órganos jurisdiccionales, en otro, el estatuto catalán es un trágala también para los ciudadanos que viven en otras comunidades autónomas, tanto en cuanto individuos como en cuanto ciudadanos de una comunidad.
Porque al margen de las cuestiones relativas a lengua y soberanía, el Estatut establece para Cataluña una capacidad de representación en determinados órganos del estado que no van a tener otras comunidades; fija límites a la igualdad entre los individuos mediante la expresa limitación de las materias en que los ciudadanos tendrán los mismos servicios; determina —y, al parecer, con vocación de eternidad— qué cuota de recaudación tributaria corresponderá a todas las comunidades del estado; se atribuye la potestad de actuar sobre las decisiones del estado o de ponerles límite, tanto dentro como fuera de España… En una palabra, por un lado discrimina a los demás ciudadanos imponiéndoles sus intereses o puntos de vista en determinadas materias y en la organización general de la administración; por otro, adquiere capacidades y potestades que los demás no podrán tener.
Pues bien, todo este desbarajuste injusto y discriminatorio no fue organizado únicamente por los partidos nacionalistas catalanes, sino que fue propiciado, impulsado, apoyado y votado por todo el PSOE: por Zapatero en primer lugar, por el PSC, por los diputados y senadores asturianos, por la FSA, con Javier Fernández a su frente, por el gobierno asturiano, con Areces a la cabeza; por todos y cada uno de los militantes socialistas y de sus votantes, que refrendaron una y otra vez el trágala.
Quizás los asturianos, además de mirar estos días hacia el barullo mediático catalán-madrileño en torno al constitucional y al Estatut deberíamos mirar también un poco más cerca, dentro del espacio comprendido entre la cordillera y el mar. Porque no es un asunto ajeno éste, es nuestro también. Y nosotros no somos aquí los beneficiarios, como lo son los catalanes, sólo las víctimas.
Sí, no estaría mal, que sobre ver la viga en el ojo ajeno, reparásemos también en la trabe que ciega el nuestro. Y que, de paso, cayésemos en la cuenta de quién nos la ha metido y de que si es para eso para lo que tantos asturianos les han dado su voto.
Nota: asoleyóse na Nueva España'l 22/04/10.
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