De vez en cuando aparecen en los medios opiniones sobre la cuestión del envejecimiento poblacional de Asturies, un grave problema que no es sino uno más de los muchos síntomas de nuestro polinuclear problema colectivo.
Pensar sobre el envejecimiento de nuestra población sólo tiene sentido cabal si previamente nos formulamos el significado de esa indagación. ¿Por qué tendría que ser un problema para nosotros? ¿No habría de ser suficiente con que el desarrollo poblacional fuese razonablemente capaz de sostener el crecimiento en el resto de España o en la Europa occidental? Bastaría entonces con desplazarse unos kilómetros para que la ausencia de espoxigue en Asturies —e incluso su despoblamiento hipotético— no nos preocupase. Pero sí nos preocupa, en efecto. Porque ese ver con inquietud la falta de relevos generacionales normales y los riesgos que ello implica para el futuro de nuestro territorio entraña que nos importa la singularidad de nuestra tierra, de sus gentes; que tenemos una cierta idea de su identidad histórica, una cierta relación emocional con los conciudadanos de nuestro presente, no sólo como individuos, sino también como comunidad; que queremos transmitir a las generaciones futuras la continuidad histórica, nuestra concepción de la misma. En una palabra, que Asturies es para nosotros algo más que una geografía: una patria (región, comunidad, pongan lo que quieran). No necesariamente distinta al resto de España, pero de ninguna manera subsumible en ella.
Para acabar de hacer visible claramente el argumento, imaginemos, «sensu contrario», una futura Asturies boyante y con una población floreciente compuesta toda de gentes extranjeras, donde los asturianos de hoy no tuviésemos ninguna conexión identitaria, familiar o emocional. ¿A quién de nosotros le importaría que fuese bien o mal esa Asturies que no fuese la nuestra? Son, pues, la patria y la comunidad lo que nos preocupa cuando nos inquietamos por la amenaza para su futuro que suponen algunas de las circunstancias actuales. Y es ese significado profundo el que debe guiarnos en la indagación de nuestros males y en la propuesta de soluciones.
Cuando se habla de remedios a la crisis poblacional suelen reclamarse instrumentos de tipo fiscal para apoyar a las familias con hijos y medidas que hagan compatibles trabajo y vida familiar. No es extraño: en España, nadie, salvo CiU, ha mostrado una sensibilidad sostenida en esa materia. En el caso particular de los gobiernos socialistas, además, viene contrastando su falta de entusiasmo hacia la familia reproductiva con la empatia emocional que manifiestan hacia las parejas no reproductivas o hacia los «disiecta membra» de la pareja reproductiva. Pero, a mi juicio, es ésa en Asturies una deficiencia menor. El problema nodal de nuestro país es su falta de dinamismo social y económico, dos vectores que, aunque se realimentan, no son estrictamente dependientes.
Nuestra tierra es un lugar hostil para la iniciativa empresarial y para el individualismo emprendedor. Y aunque la rudeza de esas condiciones se haya adondado algo en los últimos años, todo conspira contra ello, incluidos los discursos sociales y políticos. Piénsese que, en general, nuestras políticas económicas —en la escasa medida en que existen— vienen intentando repetir o congelar el pasado; que las disposiciones concretas para facilitar la creación o expansión de las empresas —suelo industrial a esgaya y barato, por ejemplo, que algunos venimos reclamando desde hace más de veinticinco años— tardan en verse y se desarrollan siempre muy por detrás de las necesidades; que los estímulos a la inversión y al empleo se guían por un «desiderátum», la reindustrialización (colóquenle mayúsculas), que, sobre representar el deseo de sus promotores de volver al pasado, supone un desprecio al crecimiento real de la economía en los sectores de servicios, las pequeñas empresas —incluidas las industriales— y el empleo autónomo. Terminen ustedes de añadir que los encargados de gestionar nuestra política (PSOE fundamentalmente e IU, aunque el PP asturiano no anda lejos de lo mismo) miran con hostilidad el mundo real de economía abierta y tendrán el panorama completo.
La urdimbre de la representación colectiva de la realidad por los asturianos es aún mucho más preocupante. Señalaré sólo algunos de los negativos vectores que conforman esa maraña. Se nos ha inculcado la idea de que la transformación de nuestro mundo y de nuestros intereses no depende de nosotros, sino del maná madrileño o europeo, y que, por tanto, no podemos generar nuestra riqueza ni tendría sentido pensar en cómo hacerlo. Se nos ha imbuido la idea de que nuestro tamaño («somos menos que un barrio de Madrid», se repite hasta el hartazgo) nos impide tener peso en la política española, exigir o influir en ella. Pero nadie explica por qué Navarra, La Rioja o Cantabria, por sólo poner tres ejemplos, pueden hacerlo y crecer económicamente, pese a su menor tamaño. Se nos ha acostumbrado a pedir responsabilidades a los gobernantes de fuera en materias que son competencia de aquellos a quienes hemos escogido en nuestros gobiernos locales y regional. Se ha estimulado la idea de que somos un desagregado social, cuya única solidaridad, en todo caso, a efectos prácticos, no pasaría del término municipal. Y, en general, censuramos o vemos con desconfianza las novedades, la innovación, las aventuras individuales, lo que se sale del marco trillado de la tradición y el discurso tópico, de lo que nos hace a todos tan iguales en nuestra insignificancia e inoperancia colectivas. Como es obvio, este haz de vectores no hace otra cosa que fomentar la resignación, la inhibición ante lo colectivo y la política, el derrotismo, la desconfianza, el pesimismo ante el futuro y, como consecuencia última, el sálvese quien pueda individual y el irnos convirtiendo cada vez más en una especie de patria ectoplasmática, o, por decirlo más llariegamente, en una especie de güestia innumerable que deambula por la noche del mundo iluminándolo únicamente con la triste vela de su resignación y sus quejas. Que ello tenga sus beneficiarios —en general, parte de los inductores y propagadores de esas actitudes y discursos— es otra cosa.
Quizás pueda ayudar a vernos tal como somos una reflexión sobre el tipo de cine que en los últimos tiempos nos refleja, el que constituyen películas como «Pídele cuentas al Rey» o «Los lunes al sol». Se puede simpatizar con la épica de los protagonistas o con su voluntad de lucha. Pero el fondo del asunto es muy simple: lo que transmiten esas historias es la incomprensión del mundo actual, la resistencia a aceptarlo como es, la vana pretensión de que el pasado puede congelarse en el presente. Y, sobre ello, la pretensión de que sean los demás (el Estado, el «capitalismo», la caridad social pública) los que sostengan el imposible económico de nuestro empeño. En otras palabras: un mundo obsoleto que se resiste e aceptar la realidad y que no lucha por construir uno nuevo, sino por renovar o mantener el que ha desaparecido, que, por lo demás, es imposible. Ésa es la gracia con que los demás nos ven. Y, por desgracia, nos gustamos en ese papel: el de los derrotados que no luchan por hacerse un mundo nuevo, sino porque les regalen (quién pague o cuánto cuesta no importa) otro como el pasado, lo que, puesto que no es posible, nos sume en una permanente queja lastimera frente a los demás, que nos serían tan ingratos, y en una especie de alternancia enfermiza que oscila entre la acción por la acción y la resignación en el chigre.
De ese modo, sin ilusión en el porvenir, sin confianza en entrelazar nuestro futuro con el de nuestra patria, teniendo por imposible el poder contribuir a construir nuestro futuro, ¿quién querría correr esa aventura esperanzada que, en las parejas modernas, son los hijos? Y, en cuanto a los emigrantes, ¿a qué buscar harina, como dicen los castellanos, donde no hay más que mohína?
¿Caminos? ¿Soluciones? Por desgracia, y por ahora, los asturianos pensamos mayoritariamente que nuestro único remedio son dosis aún más intensas del mismo mal que nos mata y ectoplasmiza poco a poco.
Pensar sobre el envejecimiento de nuestra población sólo tiene sentido cabal si previamente nos formulamos el significado de esa indagación. ¿Por qué tendría que ser un problema para nosotros? ¿No habría de ser suficiente con que el desarrollo poblacional fuese razonablemente capaz de sostener el crecimiento en el resto de España o en la Europa occidental? Bastaría entonces con desplazarse unos kilómetros para que la ausencia de espoxigue en Asturies —e incluso su despoblamiento hipotético— no nos preocupase. Pero sí nos preocupa, en efecto. Porque ese ver con inquietud la falta de relevos generacionales normales y los riesgos que ello implica para el futuro de nuestro territorio entraña que nos importa la singularidad de nuestra tierra, de sus gentes; que tenemos una cierta idea de su identidad histórica, una cierta relación emocional con los conciudadanos de nuestro presente, no sólo como individuos, sino también como comunidad; que queremos transmitir a las generaciones futuras la continuidad histórica, nuestra concepción de la misma. En una palabra, que Asturies es para nosotros algo más que una geografía: una patria (región, comunidad, pongan lo que quieran). No necesariamente distinta al resto de España, pero de ninguna manera subsumible en ella.
Para acabar de hacer visible claramente el argumento, imaginemos, «sensu contrario», una futura Asturies boyante y con una población floreciente compuesta toda de gentes extranjeras, donde los asturianos de hoy no tuviésemos ninguna conexión identitaria, familiar o emocional. ¿A quién de nosotros le importaría que fuese bien o mal esa Asturies que no fuese la nuestra? Son, pues, la patria y la comunidad lo que nos preocupa cuando nos inquietamos por la amenaza para su futuro que suponen algunas de las circunstancias actuales. Y es ese significado profundo el que debe guiarnos en la indagación de nuestros males y en la propuesta de soluciones.
Cuando se habla de remedios a la crisis poblacional suelen reclamarse instrumentos de tipo fiscal para apoyar a las familias con hijos y medidas que hagan compatibles trabajo y vida familiar. No es extraño: en España, nadie, salvo CiU, ha mostrado una sensibilidad sostenida en esa materia. En el caso particular de los gobiernos socialistas, además, viene contrastando su falta de entusiasmo hacia la familia reproductiva con la empatia emocional que manifiestan hacia las parejas no reproductivas o hacia los «disiecta membra» de la pareja reproductiva. Pero, a mi juicio, es ésa en Asturies una deficiencia menor. El problema nodal de nuestro país es su falta de dinamismo social y económico, dos vectores que, aunque se realimentan, no son estrictamente dependientes.
Nuestra tierra es un lugar hostil para la iniciativa empresarial y para el individualismo emprendedor. Y aunque la rudeza de esas condiciones se haya adondado algo en los últimos años, todo conspira contra ello, incluidos los discursos sociales y políticos. Piénsese que, en general, nuestras políticas económicas —en la escasa medida en que existen— vienen intentando repetir o congelar el pasado; que las disposiciones concretas para facilitar la creación o expansión de las empresas —suelo industrial a esgaya y barato, por ejemplo, que algunos venimos reclamando desde hace más de veinticinco años— tardan en verse y se desarrollan siempre muy por detrás de las necesidades; que los estímulos a la inversión y al empleo se guían por un «desiderátum», la reindustrialización (colóquenle mayúsculas), que, sobre representar el deseo de sus promotores de volver al pasado, supone un desprecio al crecimiento real de la economía en los sectores de servicios, las pequeñas empresas —incluidas las industriales— y el empleo autónomo. Terminen ustedes de añadir que los encargados de gestionar nuestra política (PSOE fundamentalmente e IU, aunque el PP asturiano no anda lejos de lo mismo) miran con hostilidad el mundo real de economía abierta y tendrán el panorama completo.
La urdimbre de la representación colectiva de la realidad por los asturianos es aún mucho más preocupante. Señalaré sólo algunos de los negativos vectores que conforman esa maraña. Se nos ha inculcado la idea de que la transformación de nuestro mundo y de nuestros intereses no depende de nosotros, sino del maná madrileño o europeo, y que, por tanto, no podemos generar nuestra riqueza ni tendría sentido pensar en cómo hacerlo. Se nos ha imbuido la idea de que nuestro tamaño («somos menos que un barrio de Madrid», se repite hasta el hartazgo) nos impide tener peso en la política española, exigir o influir en ella. Pero nadie explica por qué Navarra, La Rioja o Cantabria, por sólo poner tres ejemplos, pueden hacerlo y crecer económicamente, pese a su menor tamaño. Se nos ha acostumbrado a pedir responsabilidades a los gobernantes de fuera en materias que son competencia de aquellos a quienes hemos escogido en nuestros gobiernos locales y regional. Se ha estimulado la idea de que somos un desagregado social, cuya única solidaridad, en todo caso, a efectos prácticos, no pasaría del término municipal. Y, en general, censuramos o vemos con desconfianza las novedades, la innovación, las aventuras individuales, lo que se sale del marco trillado de la tradición y el discurso tópico, de lo que nos hace a todos tan iguales en nuestra insignificancia e inoperancia colectivas. Como es obvio, este haz de vectores no hace otra cosa que fomentar la resignación, la inhibición ante lo colectivo y la política, el derrotismo, la desconfianza, el pesimismo ante el futuro y, como consecuencia última, el sálvese quien pueda individual y el irnos convirtiendo cada vez más en una especie de patria ectoplasmática, o, por decirlo más llariegamente, en una especie de güestia innumerable que deambula por la noche del mundo iluminándolo únicamente con la triste vela de su resignación y sus quejas. Que ello tenga sus beneficiarios —en general, parte de los inductores y propagadores de esas actitudes y discursos— es otra cosa.
Quizás pueda ayudar a vernos tal como somos una reflexión sobre el tipo de cine que en los últimos tiempos nos refleja, el que constituyen películas como «Pídele cuentas al Rey» o «Los lunes al sol». Se puede simpatizar con la épica de los protagonistas o con su voluntad de lucha. Pero el fondo del asunto es muy simple: lo que transmiten esas historias es la incomprensión del mundo actual, la resistencia a aceptarlo como es, la vana pretensión de que el pasado puede congelarse en el presente. Y, sobre ello, la pretensión de que sean los demás (el Estado, el «capitalismo», la caridad social pública) los que sostengan el imposible económico de nuestro empeño. En otras palabras: un mundo obsoleto que se resiste e aceptar la realidad y que no lucha por construir uno nuevo, sino por renovar o mantener el que ha desaparecido, que, por lo demás, es imposible. Ésa es la gracia con que los demás nos ven. Y, por desgracia, nos gustamos en ese papel: el de los derrotados que no luchan por hacerse un mundo nuevo, sino porque les regalen (quién pague o cuánto cuesta no importa) otro como el pasado, lo que, puesto que no es posible, nos sume en una permanente queja lastimera frente a los demás, que nos serían tan ingratos, y en una especie de alternancia enfermiza que oscila entre la acción por la acción y la resignación en el chigre.
De ese modo, sin ilusión en el porvenir, sin confianza en entrelazar nuestro futuro con el de nuestra patria, teniendo por imposible el poder contribuir a construir nuestro futuro, ¿quién querría correr esa aventura esperanzada que, en las parejas modernas, son los hijos? Y, en cuanto a los emigrantes, ¿a qué buscar harina, como dicen los castellanos, donde no hay más que mohína?
¿Caminos? ¿Soluciones? Por desgracia, y por ahora, los asturianos pensamos mayoritariamente que nuestro único remedio son dosis aún más intensas del mismo mal que nos mata y ectoplasmiza poco a poco.
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