Muchos lectores de cierta edad, asturianos y no asturianos, habrán reconocido en el título el estribillo de una de las versiones del Mambrú se fue a la guerra, tan popular en los juegos infantiles a lo largo de siglo y medio. El texto es uno de los muchos recogidos por Braulio Vigón en el libro en que, en su día, la Biblioteca Popular Asturiana acollechó varios de los estudios etnográficos del autor colungués.
Si ustedes se acercan (requisito obvio, tener cierta edad) al citado volumen y hojean las extensas páginas dedicadas al folklore infantil, a sus pasatiempos, a sus cantares, se sentirán ligeramente invadidos por una cierta bruma de señardá al encontrar tantos juegos (Atapar la calle, el píu campu, la tángala, el pañuelu, a la una pica mi mula, alzo la maya…) y tantas formulillas, en asturiano o en castellano, que ustedes han recitado: —¿Qu`hai nesta arquina? —Pan y sardina; —Al engruñu. —Abri`l puñu; —Criáu. —Señor. —¿Cuántos panes hai en fornu? —Venticincu y un quemáu… Pero, más allá de esos instantes de melancólica evasión temporal, cabe realizar una primera reflexión: todo ese mundo está muerto o tiene una sobrevivencia apenas constatable. Y una segunda: que esa desaparición abrupta y casi absoluta de la cultura de las generaciones anteriores es una novedad histórica.
Es cierto que la idea del tracamundiu los tiempos, la impresión de que el presente supone una apreciable (y dolorosa, por lo general) ruptura con el pasado es tan vieja como el mundo. No otro concepto encierra el mito de la Edad de Oro, que Hesíodo enuncia, seguramente plagiándolo de otro plagiario. Pero dando eso por sentado, y centrándonos sólo en los juegos infantiles (cabría atender, asimismo, a la literatura oral, al cuento, a la leyenda, a los romances o baladas), podemos constatar que se ha roto una tradición de la cual algunos elementos tienen siglos o milenios (las tabas, la peonza, por ejemplo). En ese mundo del juego infantil se han producido, en sustancia, los siguientes fenómenos: ha perecido la transmisión intergeneracional, se ha reducido mucho el ámbito espacial en que esos juegos se realizaban (ya no es la calle ni la plaza, apenas el colegio), han desaparecido las invenciones locales para ser todas estatales o internacionales, los juguetes artesanales han dado paso a creaciones industriales de alguna o mucha tecnificación, las diversiones han dejado de ser colectivas e interpersonales para pasar a ser fundamentalmente individuales. ¿Es ello mejor o peor? En cualquier caso, lo que es indiscutible es que, entre otras cosas, resulta más caro.
Pero esta ruptura del presente con el pretérito es mucho más profunda y se da en muchos más ámbitos, en prácticamente todos. Hemos pasado de una sociedad donde los referentes inmediatos de la práctica totalidad de los ciudadanos eran los del mundo natural y rural —y, obviamente, donde también eran comunes e inteligibles los productos culturales, emocionales y lingüísticos construidos a partir de esos datos inmediatos— a otra donde se desconocen prácticamente por completo esos referentes agrarios y del mundo físico no urbano. Les pondré un solo ejemplo de lo que está ocurriendo. Leyendo con mis alumnos de segundo de Bachiller el poema “Vientos del pueblo me llevan”, de Miguel Hernández —un poema basado sobre la antítesis bueyes / toros y las asociaciones pertinentes de sumisión / valentía-rebelión—, sólo uno de entre más de setenta alumnos sabía lo que era un yugo (un segundo lo relacionaba de forma vaga con la bandera franquista), y, naturalmente, a todos se les escapaban las relaciones actitudinales y culturales engarzadas con esos animales y ese instrumento, con lo que el significado del poema, espontáneamente diáfano en esos constituyentes para las generaciones anteriores, venía a ser para ellos semejante a aquella definición que Churchill hacía de Rusia: “un acertijo metido en un misterio dentro de un enigma”.
Mas no se trata sólo de que, de repente, para las nuevas generaciones las cosas hayan dejado de existir y de que su significado se haya convertido en ininteligible (los profesores de arte, por cierto, se quejaban estos días de que la ignorancia de la historia religiosa por parte de les últimes fornaes convertía en opacos siglos de pintura y escultura), sino tal vez, de algo más hondo. Preguntémonos: ¿Serán comunicables nuestros valores, nuestras vivencias y nuestra visión del mundo para quienes han llenado la tenada de su saber y sus percepciones con elementos tan diferentes de los nuestros? ¿Estaremos diciendo lo mismo, ellos y nosotros, cuando nos pronunciemos sobre las mismas cosas? ¿Habrá dejado de ser posible para las generaciones futuras la inteligibilidad de una gran parte de la historia, de la cultura y del saber humanos en los propios términos en que fue concebida conceptual y emotivamente?.
Si así fuese, nos encontraríamos de verdad, y por primera vez en nuestro devenir al menos desde el neolítico, ante una real resquiebra histórica, ante un profundo y relevante tracamundiu los tiempos.
Nota: esti artículu asoleyósa na Nueva España , el 29/04/09
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