El discurso sobre la crisis ha puesto de manifiesto mucha incompetencia, mucha mentira y mucha desorientación en los discursos de los economistas y los políticos. Diagnósticos y pronósticos han sido en su mayoría, al igual que las actuaciones, más palos de ciego que otra cosa. Algunas de las afirmaciones sobre el discurrir futuro han destacado especialmente por constituir un puro eructus vocis, una especie de cruce entre la babayada —el puro hablar por no callar— y el conjuro mágico. Permítanme destacar cuatro de ellas.
Entre las más recientes y notables se encuentra la que, con motivo de la visita a nuestro país, el jueves 23 de abril, pronunciaba en portada de La Nueva España el Ministro de (Cada Vez Menos) Trabajo, don Celestino Corbacho: «Para crear más puestos de trabajo y salir de la crisis hay que activar el consumo, no abaratar el despido». Desde luego, con esta tochura, don Celestino Corbacho (¿de la inteligencia?) bien puede ocupar un puesto de honor al lado de aquel presidente estadounidense de los años veinte del siglo pasado, Calvin Coolidge, que llegó a enunciar aquella perogrullada de que «si se despide a mucha gente se produce paro». Porque es evidente que, si hay dinero, hay consumo. El problema es cómo conseguir que haya dinero, esto es, trabajo. Pues, de otra manera, ¿cómo va a gastar quien no tiene para ello por no ganarlo o cómo hacer que el que aún tiene ahorros no tema por su empleo futuro? Por lo demás, ese camino ya lo intentó este gobierno con los 400 euros que devolvió y no tuvo ello ninguna incidencia en la economía.
Aguantó casi dos años en cartelera el recitado de que «ahora que la construcción va perdiendo fuerza tomará su puesto la industria como creadora de empleo». Recordarán ustedes que no constituía sólo una logomaquia de políticos o sindicalistas, sino que abundaban en ello también algunos expertos en economía. Y, sin embargo, la proposición carecía por completo de sentido. En primer lugar, porque si la industria hubiese sido rentable ya habría tenido en aquellos momentos una mayor proporción en el PIB y en el empleo. En segundo lugar, porque la rentabilidad (la posibilidad, en realidad) de la industria implica una superior concentración de capitales que la construcción, necesita de complejos procesos de conocimiento y técnica, un mayor tiempo para su inserción en el mercado y, sobre todo, depende de la capacidad de las nuevas industrias para competir en el ámbito internacional, tanto en innovación como en calidad y precio.
Sigue siendo una formulilla habitual la de que «es necesario un cambio de modelo económico». He aquí otro no-sentido, otro eructus intellectus. Supongamos que no se quiere afirmar mediante la troquelación que se deba pasar de una economía de mercado o libre a una economía planificada o comunista (que algunos, sí, es lo que quieren decir). De no ser ello, nada se dice entonces, porque la economía (el modelo económico) no se planifica: acuden las voluntades, los saberes y los capitales allí donde creen que pueden satisfacer necesidades, con ganancia para quienes a ellas subvienen. Y ahí no cabe hacer otra cosa que facilitar que fluyan las voluntades creadoras, moviendo obstáculos legislativos o de otro tipo, proporcionando facilidades económicas, agilizando trámites, etc. ¿Se está haciendo algo de todo ello? Como muchas veces he sostenido en estas páginas, rotundamente no. Cuando en el resto de Europa empiece a crecer la economía nosotros, ni los asturianos ni los españoles, no habremos puesto un solo pegollu para levantar el edificio.
La última jaculatoria es la de que «despedir en España es muy barato, por eso hay ya cuatro millones de parados». Dejemos a un lado cuáles son las condiciones del despido en España y olvidémonos —que ya es bastante olvidarse— de que la cuestión es la de si la legislación vigente facilita el contratar y anima a ello, no la de si es dificultoso o no rescindir contratos. Pero, reitero, echémoslo a un lado, vengamos al tópico recitativo. ¿Se puede concluir del número de parados que el despido es barato? Pues no. Se podría concluir que es caro el puesto de trabajo, y por eso se despide; que si no fuese tan caro el despido habría aún más parados, y, entonces, sería una bendición su alto costo; que por ser muy caro y dificultoso han tenido que cerrar muchas empresas, y que por eso hay tantos parados. O, incluso, se podría concluir lo que la frase afirma. De modo que el fervorín nada dice, es una pura flatulencia que no puede ocultar la magnitud del problema: tenemos el doble de parados que la media europea.
Así que unas veces nos mienten, otras hablan por hablar y, en ocasiones, emiten conjuros mágicos, por ver si propician que la realidad cambie al llamado de las palabras.
Claro que, ritual por ritual, los antiguos tenían más estilo para fórmulas apotropaicas. Tal Jerjes cuando mandó azotar el Helesponto a fin de que no se le rebelara en una segunda ocasión y no volviera a fundir su puente de barcas. ¿Qué tal si don Zapatero y sus ministros —acolitantes Cándido Méndez e Ignacio Fernández— azotasen en plena plaza de Oriente a la crisis, para que se sometiese de una vez?
Podrían completar el acto doña Bibiana Aído y las ministras, realizando, en el otro extremo de la explanada, un acto simétrico, sólo que, en su ritual, azotarían al crisos, para que así se llevase al extremo la imprescindible igualdad de género. Con zurriagos, con vergajos, con rebenques. O si se quiere, con Corbachos.
El caso es castigar a la insolente crisis, para que se vaya de una vez por todas y, sobre todo, para que deje de poner en peligro los puestos de trabajo… de las ministros y los ministras.
Nota: esti artículu asoleyóse en La Nueva España del 10/05/09.
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