A José Luis Álvarez del Busto y Amigos de Cuideiru, por su bien hacer.
El Gobierno zapaterino acaba de tomar dos decisiones de no unánime asentimiento: que las niñas de 16 años puedan abortar sin conocimiento de sus padres y que la píldora postcoital pueda ser despachada sin ningún tipo de receta (como venía siendo obligado hasta ahora) a cualquier ciudadano. No voy a discernir aquí el valor intrínseco de ninguna de las dos medidas, me limitaré a señalar la perplejidad que despierta su concurrencia con otra normativa referida a la compra de fármacos o a la capacidad legal para tomar algunas decisiones en función de la edad.
En primer lugar, se puede reflexionar sobre el que, mientras el Gobierno nos sigue considerando menores de edad a lo largo de toda nuestra vida para comprar algunos medicamentos sin receta (un antibiótico, por ejemplo, ciertos antivirales), ha pasado a juzgar ahora que, para la adquisición de la píldora del día después, cualquier persona, incluidos los adolescentes, tiene suficiente razón y juicio.
El Gobierno zapaterino acaba de tomar dos decisiones de no unánime asentimiento: que las niñas de 16 años puedan abortar sin conocimiento de sus padres y que la píldora postcoital pueda ser despachada sin ningún tipo de receta (como venía siendo obligado hasta ahora) a cualquier ciudadano. No voy a discernir aquí el valor intrínseco de ninguna de las dos medidas, me limitaré a señalar la perplejidad que despierta su concurrencia con otra normativa referida a la compra de fármacos o a la capacidad legal para tomar algunas decisiones en función de la edad.
En primer lugar, se puede reflexionar sobre el que, mientras el Gobierno nos sigue considerando menores de edad a lo largo de toda nuestra vida para comprar algunos medicamentos sin receta (un antibiótico, por ejemplo, ciertos antivirales), ha pasado a juzgar ahora que, para la adquisición de la píldora del día después, cualquier persona, incluidos los adolescentes, tiene suficiente razón y juicio.
No llama menos la atención el hecho de que el Gobierno entienda que los jóvenes no tienen, hasta los dieciocho, la madurez y juicio necesarios para adquirir o consumir alcohol o tabaco. Tampoco para tatuarse o plantar en sus carnes un espetu. Asimismo, en un ámbito de mayor gravedad, resulta chocante el concepto de que los rapazos son autónomos y plenamente maduros para decidir en torno a su sexualidad, pero que no lo son para responder penalmente de los crímenes que pudieran cometer.
No menos incitan dichas medidas a cavilar en lo relativo a la condición social de padres y madres y en lo que atañe a la patria potestad. En efecto, en las últimas décadas la paternidad se ha venido convirtiendo en una especie de cadena, de eslabones cada vez más gruesos, que atan casi a perpetuidad a padres con hijos, pero no a éstos con aquéllos: por ejemplo, se obliga a reconocer, incluso post-mortem, a los hijos habidos fuera del matrimonio; se exige la atención, educación y mantenimiento de los mismos hasta su mayoría de edad, y, aún más allá —según la mayoría de la jurisprudencia—, hasta que tengan un autonomía económica consolidada; se hace a los padres responsables de los desmanes de sus hijos a través de la ley antiterrorista... Y, frente a ese progresivo incremento de responsabilidades y obligaciones, frente a esa especie de condena sempiterna de ligazón y sostenimiento de lo engendrado, se vacía progresivamente la autoridad de los progenitores y su capacidad para conducir a sus vástagos: los hijos son prácticamente libres para decidir sobre todos los aspectos de su vida; incluso, acaba de privarse a los padres de la potestad, que venía reconociendo la ley, de “castigar moderadamente” a sus hijos. De este modo, en el hogar, los descendientes están dotados de todos los derechos —desde los horarios, a los materiales y económicos— y su condición —sea cual sea su conducta— goza del beneplácito y la tolerancia social, mientras los padres cargan con todos los deberes, disponen de escasos medios o de ninguno para reorientar las relaciones personales en caso de conflicto y son siempre vistos con recelo y sospecha de autoritarismo. En muchas ocasiones, pues, el hogar materno/paterno se ha convertido —lo hemos convertido— en una especie de Guantánamo donde los padres padecen bajo el poder de sus herederos.
Al entamar su Vida de Pericles, cuenta Plutarco cómo Augusto, viendo a unos extranjeros ricos que paseaban por Roma llevando en sus cuellos, y acariciándolos, cachorros de perros y monos, les preguntó si, en su país, las mujeres no podían parir hijos.
Es posible que, de seguir por este camino, no quede otro remedio que legislar entendiendo la relación materno/paterno filial como una relación entre iguales donde el contrato se puede romper a voluntad de cualquiera de las partes, a casi cualquier edad del menor. De otro modo, y a pesar de la poderosa aguijada de la oxitocina, del estímulo acezante del deseo de continuidad personal, de los ensueños con que la vida nos engaña en la temprana edad, cada vez será más difícil que nadie se atreva a emprender la tarea de traer hijos al mundo.
A no ser así, tal vez en un futuro no muy lejano, en una población de otro país más normal, alguien preguntará, como lo hiciera César Augusto, a españoles que, mientras pasean, acaricien en sus brazos perrinos o moninos, si nuestras mujeres no pueden tener hijos. Y ellos responderán:
—Sí, pero hemos elegido tan mal nuestros gobiernos, nos hemos empeñado de tal modo en poner a los peores a legislar, que, ahora, tenemos que refrenar los impulsos de la vida y conformarnos con el triste sucedáneo de amor filial que son estos cachorros, pues ellos, al menos, no representan una amenaza permanente y, de retribuirnos con la ingratitud, no gozan del amparo de las leyes.
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