Hablar de la enseñanza en este país es enormemente aburrido, por reiterativo e inútil. Con todo, y al calor de la polémica desatada por doña Esperanza Fuenciscla Aguirre y Gil de Biedma, y en vista de las numerosos regüeldos emitidos por el decir morciellesco, digamos algo.
En primer lugar, sobre las dos propuestas de la doña. ¿Qué efectos tendría la consideración de “autoridad pública” para los docentes? En primer lugar, la obvia: las penas por agresión a quien goza de una figura así son mayores (como, por otro lado, ha recordado la Fiscalía General del Estado). ¿Limitaría esa consideración algunas vejaciones o lesiones? Es posible. En todo caso, llama la atención que quienes piden más leña para evitar que nadie conduzca a velocidad o habiendo tomado un vaso de vino, demandan más palo para que nadie fume en público, exigen más látigo para los abusones de mujeres, entiendan, sin embargo, que la amenaza de más penas para los agresores de profesores no tendría efecto disuasorio alguno.
Pero es en un ámbito más trivial y cotidiano donde la figura legal adquiriría más importancia, en el del valor del testimonio o palabra del profesor con respecto a las faltas o transgresiones del alumno hacia sus compañeros o hacia el propio docente. En efecto, el sistema de prejuicios o supuestos que rigen las relaciones en la enseñanza se basa en dos patas: la primera, que el alumno es un dechado de perfecciones; la segunda, que el profesor es un acúmulo de error y maldad. Sobre ello, para corregir las conductas inadecuadas o perjudiciales de los alumnos, se ha montado un procedimiento parajudicial donde la palabra del discente tiene tanto valor como la del docente. De ese modo, las aseveraciones del maestro sobre la conducta impropia del escolín pueden verse sometida a contradicción, hasta el punto de que, a veces, ha de buscar testigos para acreditar la veracidad de sus afirmaciones (que el alumno faltó a un compañero o acosó a una compañera, que dijo o hizo tal o cual cosa en clase, etc.). Que un sistema que debería ser jerárquico convierta al profesor no ya en un mero “primus inter pares”, sino en un “primo” entre iguales, que se equipare la persona de un rapazacu y su palabra con la de un profesor no es, evidentemente, nada que refuerce la autoridad del docente y su capacidad para ejercerla.
Lo de la tarima es una de esas gilipolleces castizas del país. Fueron suprimidas en los primeros años del PSOE y la LOGSE con una serie de argumentos típicos del pensamiento tarambánico-progresista: “que si fomentaba la desigualdad entre el profesor y el alumno”, “que si era autoritaria” y otra serie de rutios de la misma molienda. La verdad es que la tarima es un instrumento útil: hace, de un lado, que el alumno vea mejor la pizarra (al estar más arriba), que oiga mejor (al proyectarse sin obstáculos la voz), que vea las expresiones de quien explica; de otro, al no dejar alumnos en la desenfilada, permite al docente controlar mejor la clase y da menos cobertura al alumno para distraerse o hacer el gamberro. Pero, en fin, ya saben ustedes, fue condenada como uno más de los instrumentos del autoritarismo fascista. ¡Díxolo Blas, divinas palabras!
En torno a la polémica se ha levantado una montonera de voces; un número no pequeño, las provenientes del conservadurismo progresista, de aquellos que están en desacuerdo con la realidad (protestan también contra la indisciplina, lamentan la falta de autoridad del profesor, etc), pero, en la práctica, no desean nunca que cambie nada. De entre esta caterva, destacan dos tipos: en primer lugar, los que podríamos llamar los «nihilistas», para los que ninguna propuesta concreta de las que efectivamente se hacen resuelve nunca nada, mas no dicen jamás qué medida factible propondrían ellos, aparte claro está, de «arreglarlo». Al lado están los «holísticos», aquellos para quienes tales o cuales medidas concretas, no estando mal, no tienen importancia, lo importante es arreglar «el todo»: la familia, la sociedad, los valores del mundo contemporáneo… Lo cual, mutatis mutandis, viene a ser, en un caso, como rechazar por inválidos todos los tratamientos para un enfermo, sin darle ninguno; en el otro, proponer que, en lugar de proporcionarle pastillas para la alergia, solucionemos antes la polución medioambiental a fin de que, así, en un futuro, desaparezca la enfermedad.
Puro conservadurismo, teñido, en la mayoría de los casos, de equilibrismo pilatesco: si hay que acusar a la izquierda de responsabilidad en el estado de cosas actual, corramos a censurar a la derecha por lo que no pudo hacer, o por lo que podría haber hecho si la hubiesen dejado, o por las intenciones impuras con que hace las propuestas bien hechas, o acusémosla, incluso, de haber hecho lo que nunca hizo.
Falsa conciencia. Alienación de la persona en el discurso. Conservadurismo progresista.