Para ilustración de los curiosos y amables lectores del blog, transcribo aquí una intervención de Winston Churchill ante la Cámara de los Comunes el 24 de mayo de 1944, cuando la Guerra Mundial va ya muy avanzada y el triunfo de los aliados parece más o menos próximo. La intervención de Churchill constituye un repaso general a la situación del conflicto, a su desarrollo, la situación actual, las perspectivas de futuro y a los países y territorios donde se desarrolla la lucha. Naturalmente, junto con apreciaciones militares aparecen otras de tipo político, como las que aquí vemos.
Por otro lado, y sobre el trabajo de "seducción" del franquismo hecho por la embajada inglesa y sus servicios secretos y el "ablandamiento" realizado entre el generalato franquista, puede verse una estupenda novelización en la narración Invierno en Madrid, de J.C. Sansom.
Dada la extensión del texto, hago dos entregas del mismo.
De Italia uno vuélvese naturalmente a España, antaño el más famoso imperio del mundo, y que de entonces a este día sigue siendo una comunidad fuerte sobre una tierra extensa, con una personalidad señalada y una cultura sobresaliente entre las naciones de Europa. Algunas gentes piensan que el mejor modo de expresar nuestra política extranjera respecto a España consiste en dibujar caricaturas cómicas y aun gro¬seras del general Franco; pero yo entiendo que nuestra política debe consistir en harto más que eso. Cuando nuestro actual embajador en España, el muy honorable diputado por Chelsea (sir S. Hoare) fue a Madrid hace casi exactamente cuatro años, nosotros convinimos dejar su avión esperándole en el aeródromo, porque parecía casi cierto que España —cuyo partido dominante estaba bajo la influencia de Alemania, porque dicho país lo había ayudado con tanto vigor en la guerra civil recientemente concluida— seguiría el ejemplo de Italia, uniéndose a la Alemania victoriosa en la guerra contra la Gran Bretaña. En efecto, en aquella ocasión los alemanes proponían al Gobierno español que autorizase desfiles triunfales de tropas alemanas en las principales ciudades españolas, y no dudo de que sugerían que, a cambio, los alemanes em¬prenderían la ocupación de Gibraltar, que sería devuelto a una España germanizada. Aunque esto último fuese más fácil de decir que de hacer, no hay duda de que si España hubiese cedido a la presión alemana en esa coyuntura, nuestra carga habría sido muchísimo más pesada. El estrecho de Gibraltar hubiese sido cerrado, así como todo acceso a Malta desde el Oeste. Toda la costa española se hubiese convertido en nido de submarinos. En aquel tiempo yo no hubiera deseado ciertamente que ocurriese ninguna de esas cosas, y ninguna ocurrió. Nuestro embajador ganó justo crédito por la simpatía que ganó y supo acrecer rápidamente en España. Asistióle en ello un hombre muy dotado, el señor Yencken, cuya súbita muerte en accidente de aviación es una pérdida que, estoy seguro, ha sido notada por la Cámara. Pero el mérito principal de la cuestión corresponde indudablemente a la resolución de España de mantenerse fuera de la guerra. Los españoles habían tenido harta guerra ya y deseaban mantenerse apartados de ella. (Un diputado: Eso es discutible.) Sí, así lo pienso, y por eso mi fundamental principio de batir al enemigo lo antes posible debe seguirse decididamente. Pero, en todo caso, los españoles habían tenido ya bastante guerra, y creo también que su sentimiento puede, en algo, haberse debido a que, mirando al pasado, el pueblo español —que gusta, en efecto, de mirar así— recordaría que la Gran Bretaña ayudó a España a libertarse de la tiranía napoleónica hace ciento treinta años. De cualquier modo, el momento crítico pasó; la batalla de Inglaterra fue ganada, y el poder isleño, que se esperaba ver arruinado y sojuzgado en pocos meses, se vio aquel mismo invierno no sólo intacto y mucho más fuerte en la metrópoli, sino también avanzando, a pasos de gigante, bajo la conducción de Wawell, a lo largo de la costa africana y aprisionando de camino cosa de un cuarto de millón de italianos.
Pero otra muy seria crisis aconteció en nuestras relaciones con España antes que la operación de desembarco de las fuerzas americanas y británicas en el noroeste de África comenzase. En ese momento la capacidad y fuerza de España para perjudicarnos estaba en su grado máximo. Durante largo tiempo estuvimos constantemente extendiendo nuestro aeródromo de Gibraltar y erigiéndolo sobre el mismo mar, y por un mes antes de la hora cero, esto es, el 7 de noviembre de 1942, tuvimos a veces 600 aviones apiñados en aquel aeródromo, a plena vista y bajo pleno alcance de las baterías españolas. Muy difícil era para los españoles creer que aquellos aparatos estaban destinados a reforzar a Malta, y puedo asegurar a la Cámara que el transcurso de aquellos días críticos fue muy inquieto en verdad.
Empero, los españoles continuaron amistosos y tranquilos, sin hacer preguntas ni causarnos turbaciones.
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