La enorme cantidad de dinero comprometido (750.000 millones de euros) estos días para respaldar y estabilizar el euro no resuelve ni los problemas de la economía española ni los de la moneda de la Unión. Los del euro, porque esta moneda tiene desde su inicio un problema constitutivo: abarca economías muy diversas, niveles de inflación y precios diferentes, sistemas productivos de muy distinta capacidad y rentabilidad. Todo ello, que amenazaba desde un principio a la moneda —aquí señalamos cómo en el 2002 ya hubo quien pronosticó la crisis del 2010—, se ha ido haciendo más intrincado a medida que nuevos países se incorporaron a la Unión, con lo que la moneda es ahora un traje con muchas suturas que amenazan con romperse por el sitio más inesperado.
Por otro lado, ninguno de las providencias que se proponen para vigilar las variables estatales que afectan al valor del euro y su estabilidad parecen un remedio eficaz y perdurable. Sin remontarnos a la fallida experiencia del Sistema Monetario Europeo de los años noventa, basta recordar que en actual pacto de estabilidad ya existe un límite del 3% para el déficit de las cuentas públicas. Pues bien, no sólo España, Grecia o Portugal lo han saltado, sino que Francia o Alemania lo han hecho también cuando lo han necesitado. ¿Quién dice, pues, que el aumento de controles o de sanciones va a hacer cambiar las cosas? Y, por otro lado, ¿qué lógica tendría que, en un futuro, se sancionase con penas más graves a quien no pudiese tener unas finanzas sostenibles? ¿Incrementar la deuda de aquel para quien ya es insostenible? La idea, finalmente, de que un organismo supraestatal —Banco Central, Comisión…— tuviera un mayor control sobre los presupuestos de los estados y que gestionara de manera uniforme más aspectos financieros de los que ahora se gestionan choca con dos problemas, ambos de extrema gravedad. El primero, atingente a la diversidad de realidades económicas de cada país, en virtud de la cual una misma política (nivel impositivo, capacidad crediticia, tipos de interés del Banco Central, etc.) puede ser buena para unos y negativa para otros. El segundo, de orden político: ¿Se puede ceder toda la soberanía sobre la rección económica a un organismo de ese tipo, quedando apenas sin capacidad de intervención en el ámbito estatal? Y, sobre todo, ¿en qué es mejor y en qué sabe más una burocracia sin responsabilidad directa hacia los ciudadanos que los políticos directamente elegidos por ellos? ¿Esa burocracia atendería a las necesidades y puntos de vista del conjunto de naciones de la Unión o sólo o principalmente a los de los más poderosos?
Por decirlo de una forma gráfica: el euro es un tren a toda velocidad con altas posibilidades de estrellarse. Quien va subido en él sabe que si se tira ahora en marcha sufrirá daños irreparables, pero tiene, al mismo tiempo, la casi absoluta seguridad de que, tarde o temprano, el desastre llegará de otra forma. Las opciones, como se ve, son complicadas.
En cuanto a España, su problema no es únicamente el del euro —aunque se halle ahora, al respecto, en un ápice coyuntural muy grave—, sino el de la salud de nuestras cuentas (cuentas públicas, cajas de ahorros, elevadísima deuda exterior, problemas fiduciarios para financiarnos) y el de la escasa dimensión de nuestro sistema productivo y la falta de competitividad de una parte sustancial de él, así como el de la legislación que rige las relaciones laborales, arcaica ésta y nada favorecedora del dinamismo y del empleo (cuya baja tasa es consecuencia de lo anterior).
Si no abordamos con decisión las variadas componentes de todo ello —liberalizaciones en el ámbito del comercio y la creación de empresas, fluidez del crédito, innovación e investigación, legislación laboral y convenios colectivos, política energética, educación y formación, principal, pero no únicamente— y, al mismo tiempo, favorecemos un cambio de mentalidad social sobre el trabajo y la representación del mundo, aunque de repente todas las dificultades de la crisis mundial y europea quedasen resueltas, incluso las financieras propiamente de España, nuestro problema seguiría siendo el mismo: seríamos cada vez menos competitivos, padeceríamos cada vez más deslocalizaciones, el empleo seguiría destruyéndose o, al menos, no se crearía en cuantía notable.
¿Que qué digo de Asturies? Multipliquen por equis.
Asoleyáu na Nueva España del 28/02/2010
Por otro lado, ninguno de las providencias que se proponen para vigilar las variables estatales que afectan al valor del euro y su estabilidad parecen un remedio eficaz y perdurable. Sin remontarnos a la fallida experiencia del Sistema Monetario Europeo de los años noventa, basta recordar que en actual pacto de estabilidad ya existe un límite del 3% para el déficit de las cuentas públicas. Pues bien, no sólo España, Grecia o Portugal lo han saltado, sino que Francia o Alemania lo han hecho también cuando lo han necesitado. ¿Quién dice, pues, que el aumento de controles o de sanciones va a hacer cambiar las cosas? Y, por otro lado, ¿qué lógica tendría que, en un futuro, se sancionase con penas más graves a quien no pudiese tener unas finanzas sostenibles? ¿Incrementar la deuda de aquel para quien ya es insostenible? La idea, finalmente, de que un organismo supraestatal —Banco Central, Comisión…— tuviera un mayor control sobre los presupuestos de los estados y que gestionara de manera uniforme más aspectos financieros de los que ahora se gestionan choca con dos problemas, ambos de extrema gravedad. El primero, atingente a la diversidad de realidades económicas de cada país, en virtud de la cual una misma política (nivel impositivo, capacidad crediticia, tipos de interés del Banco Central, etc.) puede ser buena para unos y negativa para otros. El segundo, de orden político: ¿Se puede ceder toda la soberanía sobre la rección económica a un organismo de ese tipo, quedando apenas sin capacidad de intervención en el ámbito estatal? Y, sobre todo, ¿en qué es mejor y en qué sabe más una burocracia sin responsabilidad directa hacia los ciudadanos que los políticos directamente elegidos por ellos? ¿Esa burocracia atendería a las necesidades y puntos de vista del conjunto de naciones de la Unión o sólo o principalmente a los de los más poderosos?
Por decirlo de una forma gráfica: el euro es un tren a toda velocidad con altas posibilidades de estrellarse. Quien va subido en él sabe que si se tira ahora en marcha sufrirá daños irreparables, pero tiene, al mismo tiempo, la casi absoluta seguridad de que, tarde o temprano, el desastre llegará de otra forma. Las opciones, como se ve, son complicadas.
En cuanto a España, su problema no es únicamente el del euro —aunque se halle ahora, al respecto, en un ápice coyuntural muy grave—, sino el de la salud de nuestras cuentas (cuentas públicas, cajas de ahorros, elevadísima deuda exterior, problemas fiduciarios para financiarnos) y el de la escasa dimensión de nuestro sistema productivo y la falta de competitividad de una parte sustancial de él, así como el de la legislación que rige las relaciones laborales, arcaica ésta y nada favorecedora del dinamismo y del empleo (cuya baja tasa es consecuencia de lo anterior).
Si no abordamos con decisión las variadas componentes de todo ello —liberalizaciones en el ámbito del comercio y la creación de empresas, fluidez del crédito, innovación e investigación, legislación laboral y convenios colectivos, política energética, educación y formación, principal, pero no únicamente— y, al mismo tiempo, favorecemos un cambio de mentalidad social sobre el trabajo y la representación del mundo, aunque de repente todas las dificultades de la crisis mundial y europea quedasen resueltas, incluso las financieras propiamente de España, nuestro problema seguiría siendo el mismo: seríamos cada vez menos competitivos, padeceríamos cada vez más deslocalizaciones, el empleo seguiría destruyéndose o, al menos, no se crearía en cuantía notable.
¿Que qué digo de Asturies? Multipliquen por equis.
Asoleyáu na Nueva España del 28/02/2010
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