Que yo tengo aquí por mío / cuanto abarca el mar bravío, / a quien nadie impuso leyes
«¡Dios míu, colo mal que lo fai!», así concluye un conocido chiste en que una dama se horroriza con la noticia de que su marido tiene un «affaire» con una estupenda pero chismosa vecina. La exclamación de la traicionada se debe, sin embargo, no al engaño, sino a compasión por su esposo: con lo poco axeitáu que es el varón, pronto todo el vecindario vendrá en evidencia de «lo mal que lo fai». Pues bien, con esa facecia y esa frase empezaba yo, al comienzo de la presidencia española de la UE este semestre, un artículo donde se afirmaba que lo peor de todo era que ahora empezarían a conocer a Zapatero en el exterior tan bien como algunos lo conocíamos en casa, en su ineptitud nefelibata y su retórica pomposa y vacua.
Las cosas fueron tan rápido que para poder reducirlo y, sacándolo de su estado alucinatorio, obligarlo a tomar contacto con la realidad —en lo relativo a la coyuntura del sistema monetario y financiero—, han tenido que intervenir los EEUU, China y la UE, cuyos mandatarios ya habían advertido en sus términos cabales la ilimitada capacidad de Zapatero para conducir las cosas hacia el despeñadero. Por otro lado, en el interior, se ha visibilizado de tal modo su inepcia en los últimos días que hasta muchos de sus votantes han conseguido empezar a ver, por fin, quién es el Presidente, en nada distinto, por cierto, a quien era en su primer día de mandato o a quien era en la oposición. Pero la fe —que consiste en no creer lo que vemos— es difícilmente penetrable por la realidad y, por ello, hasta el presente había sido invisible su identidad para la mayoría de los afectos.
Ahora bien, lo más inquietante de toda esta historia no es que una evidencia tan palmaria, la de su incapacidad, haya conseguido pasar desapercibida ante los ojos de muchos espectadores, al modo como lo es el rey desnudo en la narración tradicional; lo más inquietante es que Zapatero fue escogido para gobernar tras una reñida oposición dentro del PSOE, en la que el caballo zapaterino (y no se vea ninguna maldad especial en el símil hípico) consiguió ganar al jaco de Bono apenas por una cabeza. En otras palabras, si este individuo ha sido seleccionado como el mejor de entre los suyos tras competido concurso, ¿cómo serán los demás? O, en términos más piadosos, ¿cuál no será de la incapacidad de esos sus conmilitones, para conocer la realidad y para dirigirla?
Por otro lado, lo más grave de la cuestión no estriba en que don José Luis esté falto de destreza o de conocimiento para tratar con el mundo (aunque seguramente lo está, pero para corregir ese defecto tiene centenares de asesores, y el propio partido): no es una carencia lo que constituye su máximo defecto sino una «tenencia», su ideología, su falsa conciencia, lo que él cree saber sobre el mundo y sobre sus capacidades para manejar la realidad. Y es que hay en una parte muy importante de la izquierda que cree («creer» es aquí la palabra, no «pensar»), al modo del pensamiento mágico y prelógico, que las palabras, los discursos, pueden convocar la realidad y crearla y, que, en todo caso, la realidad es moldeable por la política hasta el punto que decida la voluntad, no hasta el que los límites de la propia realidad impongan. Ese pensamiento idealista, metafísico, semejante al discurso adolescente del pirata esproncediano, es para esa parte de la izquierda su identidad sustancial.
Pues bien, más preocupante aún que la baja calidad política e intelectual del señor Zapatero y, por implicación, del areópago que lo ha seleccionado como el mejor, resulta el constatar que es precisamente ese fantasear metafísico, ese voluntarismo idealista y adolescente el que ha sido tenido por óptimo, sostenido y aplaudido, por una parte importante de la sociedad española —sindicatos, artistas, medios de comunicación, individuos—, que entienden que el mismo constituye una visión realista y eficaz del mundo, capaz de solventar los problemas por la única virtud de su eufonía enunciativa y de su resonancia emotiva.
Y todo ello, Zapatero, areópago, sostenedores y jaleadores constituye una variable amenazadora que, según y cómo, nos puede llevar hacia la argentinización del país, concepto que no incluye sólo «el corralito», el crack financiero, sino, fundamentalmente, la progresiva autofagia de la sociedad y de la riqueza por el camino de la demagogia populista, que ellos llamarían «popular».
Las cosas fueron tan rápido que para poder reducirlo y, sacándolo de su estado alucinatorio, obligarlo a tomar contacto con la realidad —en lo relativo a la coyuntura del sistema monetario y financiero—, han tenido que intervenir los EEUU, China y la UE, cuyos mandatarios ya habían advertido en sus términos cabales la ilimitada capacidad de Zapatero para conducir las cosas hacia el despeñadero. Por otro lado, en el interior, se ha visibilizado de tal modo su inepcia en los últimos días que hasta muchos de sus votantes han conseguido empezar a ver, por fin, quién es el Presidente, en nada distinto, por cierto, a quien era en su primer día de mandato o a quien era en la oposición. Pero la fe —que consiste en no creer lo que vemos— es difícilmente penetrable por la realidad y, por ello, hasta el presente había sido invisible su identidad para la mayoría de los afectos.
Ahora bien, lo más inquietante de toda esta historia no es que una evidencia tan palmaria, la de su incapacidad, haya conseguido pasar desapercibida ante los ojos de muchos espectadores, al modo como lo es el rey desnudo en la narración tradicional; lo más inquietante es que Zapatero fue escogido para gobernar tras una reñida oposición dentro del PSOE, en la que el caballo zapaterino (y no se vea ninguna maldad especial en el símil hípico) consiguió ganar al jaco de Bono apenas por una cabeza. En otras palabras, si este individuo ha sido seleccionado como el mejor de entre los suyos tras competido concurso, ¿cómo serán los demás? O, en términos más piadosos, ¿cuál no será de la incapacidad de esos sus conmilitones, para conocer la realidad y para dirigirla?
Por otro lado, lo más grave de la cuestión no estriba en que don José Luis esté falto de destreza o de conocimiento para tratar con el mundo (aunque seguramente lo está, pero para corregir ese defecto tiene centenares de asesores, y el propio partido): no es una carencia lo que constituye su máximo defecto sino una «tenencia», su ideología, su falsa conciencia, lo que él cree saber sobre el mundo y sobre sus capacidades para manejar la realidad. Y es que hay en una parte muy importante de la izquierda que cree («creer» es aquí la palabra, no «pensar»), al modo del pensamiento mágico y prelógico, que las palabras, los discursos, pueden convocar la realidad y crearla y, que, en todo caso, la realidad es moldeable por la política hasta el punto que decida la voluntad, no hasta el que los límites de la propia realidad impongan. Ese pensamiento idealista, metafísico, semejante al discurso adolescente del pirata esproncediano, es para esa parte de la izquierda su identidad sustancial.
Pues bien, más preocupante aún que la baja calidad política e intelectual del señor Zapatero y, por implicación, del areópago que lo ha seleccionado como el mejor, resulta el constatar que es precisamente ese fantasear metafísico, ese voluntarismo idealista y adolescente el que ha sido tenido por óptimo, sostenido y aplaudido, por una parte importante de la sociedad española —sindicatos, artistas, medios de comunicación, individuos—, que entienden que el mismo constituye una visión realista y eficaz del mundo, capaz de solventar los problemas por la única virtud de su eufonía enunciativa y de su resonancia emotiva.
Y todo ello, Zapatero, areópago, sostenedores y jaleadores constituye una variable amenazadora que, según y cómo, nos puede llevar hacia la argentinización del país, concepto que no incluye sólo «el corralito», el crack financiero, sino, fundamentalmente, la progresiva autofagia de la sociedad y de la riqueza por el camino de la demagogia populista, que ellos llamarían «popular».
Nota: asoleyóse na Nueva del 22/05/10
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