La función identitaria de la lengua

Y cuando coyíen a un fugáu, decíen-y: «pronuncia "xiboletu"». Y si nun yera pa decilo bien y pronunciaba «siboletu», yá sabíen que yera un enemigu y cortáben-y el piscuezu
(Xz. 12).


«Miss Bélgica» 2010 causó una enorme conmoción. Flamenca ella, apareció en la portada de una revista acompañada del líder independentista norteño, Bart de Weber, pisando la bandera de Bélgica. En este año 2011 la elección de la miss del país ha traído también consigo una trifulca por enfrentamientos entre la gente del Sur, de lengua francesa, y la del Norte, de lengua neerlandesa. Y es que, como ustedes saben, Bélgica está a punto de dividirse por razones, fundamentalmente, de enfrentamiento lingüístico.

No es usual que entre las funciones del lenguaje que habitualmente consideramos (básicamente las bühlerianas ampliadas por Jakobson) se incluya la «función identitaria», el empleo que de su lengua hacen el hablante o los hablantes o la relación que con ella mantienen, a fin de, en una dirección, afirmarse como parte de un grupo social o político o, en otra, evitar ser identificados como constituyentes del mismo.

Esa ligazón que existe en Bélgica entre la lengua y la identidad política de una colectividad humana es casi universal y se manifiesta de formas diversas, tanto en lo lingüístico como en lo político. Por ejemplo, sueco, danés y noruego son lenguas de un tronco común y de fácil inteligibilidad entre sí. La normalización ha hecho que se exageraran los puntos de desencuentro; así, entre las primeras decisiones que toma Noruega al separarse de Dinamarca está la de definir una norma propia para diferenciarla de la danesa. Algo semejante ocurre en España, donde los valencianos se esfuerzan en diferenciar sus usos lingüísticos (incluido el nombre de la lengua) del catalán general; o los leoneses, del asturiano.

Incluso en estados independientes, la voluntad de unir la lengua nacional a la identidad del país no siempre tiene resultados iguales. Así, la protección del irlandés como idioma nacional ha sido un fracaso, mientras que en Israel se ha conseguido resucitar el hebreo.

Con frecuencia, la correlación entre nación (o pueblo) y lengua no es una bandera que sostengan personas con una lengua minoritaria en un territorio, sino la enseña que levanta un grupo mayoritario o triunfador, para, de un lado, conformar su propia personalidad, y, de otro, limitar o erradicar cuanto perturbe su seguridad o su pretensión de totalidad positiva. Es esa la pulsión que condujo, tras la Revolución, a la República francesa a perseguir toda lengua que no fuese la de l'Île de France. O la que lleva en España, en diversos momentos, a la prohibición del uso formal de las lenguas que no sean el castellano. Sólo una perla, la del BOE del 20 de mayo de 1940, proscribiendo «razones sociales, títulos o denominaciones constituidas por palabras extranjeras o pertenecientes a dialectos del idioma castellano, que están en pugna con el sentimiento nacional y españolista proclamado por el nuevo Estado». En ese sentido, el empleo de la escuela para eliminar las identidades que se manifiestan en idiomas diferentes al mayoritario no es exclusivo de Asturies: entre otros muchos ejemplos, señalemos el de Tornedal, en Suecia, donde los escolares fineses se veían obligados a llevar sobre los hombros troncos pesados si se les «escapaba» el finlandés.

Pero la lengua no es sólo un instrumento identitario en relación con los grupos humanos y la articulación política. Tampoco es siempre motivo de adhesión emocional y de orgullo. Con frecuencia la lengua es un estigma personal, algo que lo identifica a uno como perteneciente a un grupo marginal o que le resta posibilidades de ascenso social, no por las habilidades propias, sino por la posesión -difícilmente despojable- de un sambenito. El asturiano «falar fino», como expresión para designar a quien habla en castellano siendo de origen asturfalante, señala con precisión esas adherencias de clase y estatus que van unidas a las lenguas.

De la misma forma que aquella madre asturiana que, en su lecho de muerte, pedía, como única voluntad, que a su hijo «no le permitiesen hablar "aldeano"», muchos jóvenes sudamericanos de lengua nativa india dejan de hablar sus lenguas, pues entienden que así «dejarán de ser indios» y tendrán más oportunidades de trabajo. Más aún, frecuentemente los padres hablan entre sí un idioma indígena pero tratan de expresarse en castellano frente a sus hijos, para no transmitirles su lengua, esto es, su baldón y su torga.

Vayan ahora ustedes, por favor, arriba, a la cita de Xueces, XII. He ahí otra muestra de la función identitaria de la lengua (traducible, por cierto, en su virtualidad delimitadora, por nuestro «El que nun diga l.lume, l.linu, l.leite, l.lana nun ya de L.laciana»). Elemental, inmediata, inconfundible. Semejante a una huella dactilar colectiva.

Asoleyose en La Nueva España del 21/01/2011

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