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En puridad, una teoría científica no vendría a ser más que un error provisional al que un futuro error vendría a convertir en obsoleto, lo que debería llevarnos a considerar todos nuestros saberes con una cierta prudencia y un tanto de modestia. Ahora bien, la ciencia y la técnica traen consigo cada día novedades tan admirables — muchas de ellas inconcebibles hace poco—, nos hacen avanzar de tal modo en el conocimiento y dominio del mundo, que tendemos a creer que nuestras teorías y saberes constituyen un absoluto que ha concluido todo lo que se puede averiguar de ciertos campos. De ese modo, lo que son en la práctica conjeturas se presentan como hechos incontrovertibles o como explicaciones definitivas, especialmente, en los ámbitos de la divulgación y la enseñanza. Es más, en ocasiones, alguno de esos constructos vienen a constituirse en una especie de «discurso políticamente correcto» que tacha o ningunea las hipótesis alternativas o nuevas. Me referiré, a continuación, a algunos recientes datos que vienen a refutar las certidumbres que hasta ahora —aunque solo fuese en el ámbito divulgativo— se mantenían como «las fetén».
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La teoría evolutiva no dice en realidad más que una cosa, que las especies no son inmutables y que derivan unas de otras (e, implícitamente, desecha que exista alguna teleología, algún plan divino en el devenir del mundo, salvo obviamente, que ese plan fuese un no-plan y, por tanto, ni interviniente ni cognoscible). Esa evolución, y el triunfo de unas formas sobre otras, se produce de muchas maneras, algunas puramente accidentales. Ahora bien, una de ellas, la de la competencia entre rivales en un medio escaso y la supervivencia del «más apto», entendido como «el más fuerte», ha sido privilegiada, acaso, como la más común o propia, y ha traído consigo derivaciones como el llamado «darwinismo social» o «espencerismo», justificando la eliminación o el sometimiento del otro como un inevitable producto de la implacable teleología evolutiva. En cualquier caso, confiere, de forma inconsciente, al hombre actual, la idea de ser un fruto evolutivo «superior» a sus antecesores. Pues bien, como nos proponía el paleontólogo Clive Finlayson en LA NUEVA ESPAÑA del 27/12/2010, habríamos llegado aquí como especie, no por ser los más fuertes, sino los más débiles, no los más adaptados en un medio determinado, sino los menos. Una cura de humildad semejante a aquella a la que nos invitan los profesores del Instituto de Neurociencia Cognitiva del University College de Londres cuando nos señalan (quizás con voluntarista optimismo) que nuestro cerebro no madura hasta los treinta o los cuarenta años.
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Pero no es mi voluntad ahora la de caleyar esos caminos, sino la de señalar, simplemente, que nos es necesario un migayín más de humildad al respecto de nuestro ser y saber, y que sería conveniente que científicos, divulgadores y enseñantes no tendiesen a presentar los «últimos» datos o teorías, como «los datos definitivos» o como teorías concluyentes, sino únicamente como lo que son: verdades contingentes descubiertas por seres que, si únicos, no son en muchas cosas más capaces o mejores que sus parientes extintos.
1 comentario:
La rapiega ta d'alcuerdu contigo de pe a pa.
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