EL PELIGRO AMARILLO
Permítanme que retome esta vieja expresión para referirme a
la potencia mundial que es hoy China y a lo que representa su poderío, la
creciente expansión geográfica de sus intereses y a la presencia cada vez mayor
de sus empresas y su dinero en múltiples países. África, América del Sur,
Europa, prácticamente ninguna parte del mundo está libre de la presencia e
influencia de los intereses del país de Mao-Tse-Tung (o Mao Zedong, si lo
prefieren). Quizás el caso más visible para los europeos sea el de su presencia
en Grecia. Al socaire de la crisis de deuda de la patria de Sófocles en
2007-2008, la República Popular comenzó su actualmente intensa relación con
Grecia, comprando primero varios miles de millones de euros de su deuda
soberana, y después comenzando su penetración comercial allí. En 2015 se
hicieron con la concesión del puerto del Pireo. A finales de 2019, el
presidente Xi Jinping llegó a Atenas para firmar dieciséis acuerdos de
cooperación, que incluyen el asentamiento de dos bancos chinos y una importante
serie de inversiones.
El crecimiento vertiginoso de su PIB en estos últimos años,
así como su expansión comercial por el mundo se han basado en unos cuantos
factores anómalos dentro de lo que podemos llamar mercados abiertos: una mano
de obra barata y absolutamente controlada que trabaja en las condiciones que
toquen, el dumping comercial, la falta de respeto en muchas ocasiones por las
licencias y las patentes ajenas, el ofrecimiento de su territorio y su mano de
obra barata para la inversión extranjera, entre otras cosas. Ahora bien, el
núcleo esencial de su fortaleza y crecimiento consiste en que es una dictadura
total y absoluta. Lo fue con millones de muertos con Mao, lo es ahora de forma
menos sanguinaria, pero no menos implacable, con cualquier disidencia.
Pregunten, si no, en Hong-Kong, acuérdense de Tiananmén, o vengan al primer
médico que anunció el coronavirus sin permiso del Partido.
Paralelamente, China se ha puesto a la vanguardia en varios
campos de la tecnología y la investigación, y ha sorprendido al mundo, por
ejemplo, con algunas actuaciones en torno al coronavirus: el rápido
descubrimiento de su genoma, la construcción del famoso hospital de 10.000
camas (hazaña, vista ahora a partir del hospital del IFEMA, no tan notable).
De este modo, la República Popular se ha convertido en una
potencia mundial, en lucha por la hegemonía con los EEUU. Desde ese punto de
vista, y teniendo en cuenta lo poco ortodoxo de sus conductas en el ámbito
comercial, no es de extrañar que los EEUU traten de ponerle freno mediante la
imposición de límites y tasas. Ocurre, al respecto, que la “intelectualidad” y,
en general, la opinión pública occidental tienen desde siempre una visión
disímil con respecto a las dictaduras y aun entre estas, según su signo, y las
democracias. Se indignan y movilizan contra las dictaduras de occidente, pero
no muestra la menor inquietud cuando son dictaduras comunistas, como si no lo
fuesen, no repugnasen o no fuesen visibles. Y no digamos nada ya si comparamos
los dicterios contra “el reaccionario (pero democrático) gobierno de Trump” y
el silencio frente a la dictadura china.
En las sociedades libres existe desde siempre un no pequeño
número de gentes con una amplia pulsión antidemocrática y dictatorial. No se
trata solo de la ceguera ante un determinado tipo de dictadura, sino de la
aspiración a tenerlas como modelo para conformar en su lecho de Procusto
nuestras sociedades libres, con el pretexto, eso sí, del bien general o de la
reparación de la injusticia. Aquí ha habido leninistas, estalinistas, maoistas
(¿cuántos partidos de esa inspiración vivaquearon aquí?) y, aunque tal vez
alguna de esas etiquetas haya caído en desuso o se oculte, el fondo sigue
siendo el mismo: establecer una sociedad donde sean el estado y “los sabios”, quienes
organicen vida y economía. Naturalmente, quienes así piensan – clase media, la
mayoría de ellos, curiosamente– creen que serán los promotores quienes se
pondrán al frente del nuevo mundo. Ignoran la historia, por supuesto,
desconocen cómo la revolución devora siempre a todos sus hijos menos a uno o
unos pocos.
No es, pues, del “Hannibal ad portas” de lo que hablo
cuando digo lo del peligro amarillo, sino de los que ya están dentro de la
ciudad. Porque he visto en estas semanas cómo un número no pequeño de personas,
no políticos ideologizados, no: científicos, intelectuales, comunicadores, se
hacen lenguas del modelo chino y de su eficacia, casi, casi, lamentando no
seguir sus patrones.
He ahí a lo que me refiero con “el peligro amarillo”, a esa
admiración que viene a engordar esa perenne corriente de las sociedades libres
que busca ahormar el hombre nuevo en una nueva sociedad.
Escuchen. Manténganse “arrectis auribus”, con los oídos
atentos. Y sollertos, que decimos en asturiano.
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