La mayoría de los españoles conocen —cuando menos a través de sus lecturas escolares— que la definición de «esperpento» proviene del Luces de Bohemia de Valle-Inclán. Allí sostiene que la realidad española, «deformación grotesca de la civilización europea», sólo puede ser reflejada adecuadamente mediante los espejos —deformantes, «de la risa»— de un lugar del Madrid de la época llamado «el callejón del Gato». Estaba absolutamente equivocado: para traducir lo grotesco, lo estrafalario de nuestra realidad, basta con un espejo simple y limpio, donde, sencillamente, se refleje lo que hay. Comprobémoslo en tres escenas actuales.
Siberiana. La ministra de Fomento, doña Magdalena Álvarez, está de viaje por Rusia y Siberia. Descartado que vaya a esos helados páramos a honrar la memoria de Solzehnitzin (Alexander Isayevich) y su lucha por la libertad —ya saben ustedes lo que la mayoría izquierda española piensa de quienes se resistieron al gulag, esto es, al socialismo real—, ¿qué va a hacer allí? La información oficial asegura que va a enterarse de cómo organizan los rusos los transportes (aéreos, ferroviarios) en las difíciles condiciones de nieve y frío en que deben moverse. ¡Ya es disculpa estúpida para hacer un viaje gratis a costa del dinero de los ciudadanos¡ Porque ya me dirán si los ingenieros españoles (y, por supuesto, los de Fomento) no saben exactamente lo que hacen en Rusia (y en Finlandia y en Suecia y en Islandia y en Canadá, y en…) para manejarse en condiciones climáticas extremadas. Y aun si no lo supiesen, ¿lo aprenderían mejor si los acompaña doña Magdalena para traducir del ruso o para explicarlo? ¿Acaso no lo podrán poner en práctica si no supervisa doña Magdalena? ¿O es que doña Magdalena misma va a arremangarse y diseñar ella y ejecutar personalmente los planes para aeropuertos, ferrocarriles y carreteras? Lo dicho, ¡vaya pretexto más tonto (y más insultante para los ingenieros) con que hacer un viaje turístico a costa del bolsillo de los ciudadanos! ¡Que vivan el focicu de la rapaza y la austeridad!.
Monclovita. 24 de febrero de 2009. Los familiares de Marta del Castillo visitan al señor Rodríguez Zapatero. Le piden la modificación de la legislación, a fin de que la cadena perpetua sea una opción para crímenes como los que ha padecido su hija. El Presidente les explica que habría que modificar la Constitución para ello, y que ese procedimiento queda reservado para cosas como el posibilitar que las mujeres tengan igualdad con el hombre en la sucesión a la Corona. La respuesta del padre de Marta es estremecedora: «No entiendo que se vaya a modificar la Carta Magna para que pueda reinar una mujer y no para que haya cadena perpetua. Los españoles dormimos igual de bien si nos gobierna un rey como si lo hace una reina. Sin embargo, no dormimos igual si nos falta un hijo en casa».
Recordemos otra estampa semejante. 17 de febrero de 2006. Una representación del Congreso de Víctimas del Terrorismo visita a don José Luis. Al manifestarle su dolor, el Presidente proclama: «¿Cómo no os voy a entender si a mí me han matado un abuelo los nacionales?» (Exactamente lo mismo, por cierto, que había dicho en junio del 2005 a Consuelo Ordóñez).
¿Es posible que este globo infatuado de la nada de sí mismo no se dé cuenta de la distancia que hay entre el valor emocional de sus discursos y el dolor —inmediato, aún no amortiguado— de sus visitantes? ¿Acaso no percibe lo inapropiado e hiriente de sus palabras en esa situación? Y si se da cuenta, ¿le importa más la exhibición de su ego pomposo que el respeto a sus oyentes?.
Congreso de los Diputados. Miércoles, 18 de febrero. El espectáculo de la mitad de las Cortes, la socialista, puesta en pie y aclamando al ministro de Justicia, Fernández Bermejo, al grito de «¡torero, torero!», mientras éste saludaba brazo en alto, como si llevase una montera en la mano, tras haber sido reiteradamente interrogado e increpado por su peripecias venatorias, es una de las estampas más grotescas, más esperpénticas, que nunca hubiéremos podido imaginarnos. Es la estética y la ética de la España tosca y arcaica del señoritismo, un señoritismo de tientas donde los amos de la finca se timan con las mujeres de los invitados y con las trabajadoras del servicio; de juergas privadas en que los pollos tiran monedas a los cantaores para que las recojan del suelo y tientan las carnes de las bailadoras depositando billetes en sus ligas, mientras estallan en carcajadas y vómitos de vino mal bebido.
Esa es la media España que nos gobierna, y conviene que la veamos tal como es. Es lástima, por tanto, que hubiesen obligado a dimitir a Fernández Bermejo, reactivo apropiado, catalizador ideal que para lograr sacar de cada uno de los suyos su auténtica identidad. ¡Es una pena, repito, que no hubiese seguido! Porque es necesario que, en este país, acabemos de ver las heces del fondo del vaso, si es que alguna vez queremos ser otra cosa mejor de lo que hoy somos.
Para que no se pongan nerviosos mis amigos de la izquierda tradicional o cegarata: ya sé que los demás no son (o no somos) superiores o muy distintos. Pero hay una diferencia fundamental: a los otros no los paseamos por las calles en palanquín como santos laicos de virtud, progresismo y modernidad; a los demás no los fingimos investidos con el sayón de la pureza ética y la bondad intrínseca e inmarcesible; del resto no suponemos que sólo laboran por el interés colectivo y nunca por el medro personal o familiar.
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