La «suelta» —por error, por confusión, por lo que sea— del mafioso albanés Astrid Bushi es uno de los episodios más graves que hayan sucedido en España en los últimos tiempos. No es un evento aislado de pésimo funcionamiento de la justicia, podrían sumarse a él otros muchos recientes: la liberación de narcotraficantes por «despistes» de los jueces en los plazos, el caso de Mariluz Cortés, la misma suelta de otro de los criminales del clan de Astrid Bushi hace poco... Por otro lado, todos ellos no son sucesos cuyo significado se agote en ellos mismos, sino que son síntomas de un grave deterioro del Estado, en su vertiente judicial y policial, ciertamente, pero también en algo más profundo aún.
Hagamos un breve repaso: las causas ordinarias, sobre tardar en ser resueltas, sufren habitualmente demoras injustificables; existe una escandalosa desproporción entre las penas correspondientes a unos delitos y a otros, en virtud del momento en que se haya legislado sobre ellos o de la moda que haya impulsado dicha legislación; faltan medios en los juzgados para el despacho de los asuntos; no existe un archivo centralizado al que todos puedan acudir para obtener información sobre sujetos o causas (como ocurrió en el episodio de la desgraciada joven sevillana); policía, instituciones penitenciarias y juzgados tienen procedimientos de coordinación tan complejos y poco seguros que pueden ocurrir eventos del estilo del de los bandidos albaneses antedichos; organismos de revisión o control legislativo como el Supremo o el Constitucional pueden pasar años sin resolver asuntos de la máxima enjundia y urgencia, tal el estatuto de Cataluña. Sobre no agotarse aquí la lista, cabe señalar que algunos de estos parámetros tienen efectos sobre la economía y la vida social, como lo relativo a la legislación y los pleitos por deudas e impagos, empresariales o particulares.
Es obvio que esa situación, mezcla a la vez de ineficacia e injusticia, fuente de desmoralización ciudadana, requiere un pacto de borrón y cuenta nueva que hiciere replantearse toda la justicia y sus procedimientos a radice. ¿Es esa la voluntad de los partidos políticos mayoritarios? .
De ninguna manera. La prioridad es el reparto de poder o de capacidad de control en los diversos órganos de la justicia; la ocupación principal, la de obtener réditos políticos en la denuncia de los fallos del adversario; el uso general, la instrumentalización de la justicia para la lucha política mediante denuncias de culpas más o menos claras del rival. Cuando se legisla, incluso, no se suele hacer desde el impulso de la realidad social y atendiendo al conjunto de la misma, sino, más bien, obedeciendo a la pulsión de modas o al empuje de pequeños grupos de presión. Asimismo, como hemos dicho en estas páginas tantas veces, la calidad legislativa es pésima, con defectos formales, incoherencias o desconocimiento, lo que obliga muchas veces a modificar lo legislado al cabo de pocos meses.
Pero lo más grave no es sólo que esa sea la única actitud de los partidos políticos en este ámbito. Lo peor es que el seguimiento de las causas de cada uno de ellos, el alineamiento con unas u otras posiciones partidistas, el zaherir el criterio del contrario, es, por lo general, el exclusivo empeño de la mayoría de la sociedad, de las asociaciones y grupos que en ella se articulan y, como reflejo, de la mayoría de los medios de comunicación.
Esa situación de la justicia no es, pues, sólo el resultado de un Estado profundamente deteriorado en muchos ámbitos, sino el síntoma de una sociedad con graves problemas para diagnosticarse a sí misma y proponer remedios que, a través del diálogo entre los que son distintos, permitan mejorar hacia el futuro.
Una sociedad que entiende la ensoñación discursiva como más real que la realidad; la disputa sobre los problemas como más atractiva que su resolución; la permanente lid con el contrario como preferible al acuerdo con él.
Nota: esti artículu asoleyóse na Nueva España del 17/04/09