Las perspectivas que vien publicando habitualmente el INE sobre la evolución futura de la demografía asturiana (menos población, más envejecimiento, menos nacimientos, todo ello en los puestos de cabeza de España y de Europa) no aportan ninguna novedad sustancial a lo que ya sabíamos. Ahora bien, quizás convenga subrayar su significado: reflejan la constatación de un total fracaso económico y social, el de estos últimos treinta años.
Asturies ha venido recibiendo en estas tres décadas pasadas enormes inversiones del Estado y de España, en políticas económicas (incentivos, reconversiones), en infraestructuras, en políticas sociales (pensiones, prejubilaciones). Sin embargo, ninguno de estos vectores ha impedido que nuestra estructura económica siga siendo poco efectiva, pequeña y, cada vez, más distanciada de la del conjunto de España; de escaso dinamismo. Ello se ha traducido en la falta de perspectivas para el conjunto de nuestra sociedad y en el crecimiento de la emigración de los jóvenes, ya por necesidad económica, ya por razones de ímpetu vital. Evidentemente, nuestra paralítica economía no ha sido capaz de traer gentes de fuera.
Es cierto que, en alguno de los vectores del crecimiento demográfico, la natalidad, por ejemplo, no interviene únicamente el factor económico, pesan también cuestiones de mentalidad y de discurso social, pero, aun así, esos vectores “superestructurales” están íntimamente ligados al de las perspectivas económicas y con él se realimentan.
Durante estas tres décadas las grandes actuaciones en materia económica han venido guiadas más a conservar lo que se tenía (y, muchas veces, a conservar lo que era imposible de conservar) que a crear futuro; a dilatar lo inevitable que a abrirse a lo nuevo; a apoyar y cuidar aquellos sectores que garantizan el voto a los partidos que a los atisbos de economía emergente. Las administraciones, además, tanto la autonómica como las municipales, han servido de freno, mucho más que de estímulo, a la actividad económica. Así, a la falta permanente, por ejemplo, de suelo industrial abundante y barato, o de incentivos al empleo adecuados, se une una burocracia que entorpece las inversiones y desconfía del empresario y que dilata los trámites hasta el infinito. Y ni siquiera en lo que es una visión compartida, la de las infraestructuras, se ha sido capaz de presionar al Estado para que se cumpliesen mínimamente los compromisos de plazos.
Todo ello, además, se ha adobado con un discurso social arcaico y conservador, cuya componente más notable es lo que he denominado a veces “la mentalidad de economato”, discurso que, en cuanto tal, nos aísla de España y de Europa, diagnostica erróneamente el pasado, y propone para el futuro soluciones ficticias o inviables. Ese discurso no sólo es el arma intelectual del PSOE, IU y sus muletas sindicales, lo es también del PP y de muchos de los sectores sociales de algún peso. Ese arcaísmo social general lo ve de inmediato cualquier persona que llega a Asturies a pasar unos meses con nosotros o que sale fuera. Citemos, por ejemplo, a Díaz-Formenti, en la Nueva España del domingo 22 de payares del 2009: «Me gusta el dinamismo de EE UU en las cuestiones empresariales; Asturias, por el contrario, es como una vieja menopáusica».
Ese arcaísmo inútil se completa, además, con una mentalidad-praxis absolutamente nociva: la inexistencia en los partidos políticos mayoritarios no ya de un discurso acerca la sociedad asturiana y su futuro, sino de un análisis sobre su realidad; ausencia que se combina con una deletérea sumisión de cada una de esas fuerzas a los dictados de Madrid, tras los que corren con verdadero entusiasmo aún en los casos en que se sabe que van a apoyar decisiones contrarias a nuestros intereses (discurso federal, financiación autonómica, estatuto de Cataluña, por ejemplo).
¿Es posible el cambio en las tendencias demográficas futuras? Digamos, ante todo, que el intento de resolución de las mismas como una variable independiente (incentivando, por un decir, la natalidad con cheques-bebé o el trabajo de las madres mediante becas de guardería) carece de cualquier sentido y no tendrá más que efectos limitadísimos. Sin un cambio profundísimo en nuestra estructura productiva y nuestro dinamismo económico no lograremos invertir la tendencia. Pero ello, a su vez, no ocurrirá sin una radical modificación de nuestra concepción de la realidad, de nuestras perspectivas de futuro, de nuestros discursos sobre nosotros mismos y nuestra inserción en España y en el mundo, de nuestra autoestima y de nuestro proyecto como comunidad. Lo que, a su vez, exige una remoción total de quienes con su discurso y sus hechos vienen despilfarrando todas las oportunidades con que se nos ha querido ayudar, que son quienes, al mismo tiempo, mantienen y justifican esa mentalidad conservadora, arcaica, sumisa a Madrid y cerrada al mundo (que a ellos, por cierto, les va muy bien, aunque a los asturianos les venga muy mal).
¿Qué quien le pone el cascabel al gato? ¿Qué por dónde empezar? —dirán ustedes.
Pues miren, no hay riestra que no se haga panoja a panoja, silo de trigo que no se haya llenado grano a grano, cambio social que no se haya producido antes en cada una de las cabezas que pueden ver, que son capaces, después, de querer cambiar y que, efectivamente, echan adelante un pie, primero, otro a continuación, para ponerse finalmente en movimiento.
Asturies ha venido recibiendo en estas tres décadas pasadas enormes inversiones del Estado y de España, en políticas económicas (incentivos, reconversiones), en infraestructuras, en políticas sociales (pensiones, prejubilaciones). Sin embargo, ninguno de estos vectores ha impedido que nuestra estructura económica siga siendo poco efectiva, pequeña y, cada vez, más distanciada de la del conjunto de España; de escaso dinamismo. Ello se ha traducido en la falta de perspectivas para el conjunto de nuestra sociedad y en el crecimiento de la emigración de los jóvenes, ya por necesidad económica, ya por razones de ímpetu vital. Evidentemente, nuestra paralítica economía no ha sido capaz de traer gentes de fuera.
Es cierto que, en alguno de los vectores del crecimiento demográfico, la natalidad, por ejemplo, no interviene únicamente el factor económico, pesan también cuestiones de mentalidad y de discurso social, pero, aun así, esos vectores “superestructurales” están íntimamente ligados al de las perspectivas económicas y con él se realimentan.
Durante estas tres décadas las grandes actuaciones en materia económica han venido guiadas más a conservar lo que se tenía (y, muchas veces, a conservar lo que era imposible de conservar) que a crear futuro; a dilatar lo inevitable que a abrirse a lo nuevo; a apoyar y cuidar aquellos sectores que garantizan el voto a los partidos que a los atisbos de economía emergente. Las administraciones, además, tanto la autonómica como las municipales, han servido de freno, mucho más que de estímulo, a la actividad económica. Así, a la falta permanente, por ejemplo, de suelo industrial abundante y barato, o de incentivos al empleo adecuados, se une una burocracia que entorpece las inversiones y desconfía del empresario y que dilata los trámites hasta el infinito. Y ni siquiera en lo que es una visión compartida, la de las infraestructuras, se ha sido capaz de presionar al Estado para que se cumpliesen mínimamente los compromisos de plazos.
Todo ello, además, se ha adobado con un discurso social arcaico y conservador, cuya componente más notable es lo que he denominado a veces “la mentalidad de economato”, discurso que, en cuanto tal, nos aísla de España y de Europa, diagnostica erróneamente el pasado, y propone para el futuro soluciones ficticias o inviables. Ese discurso no sólo es el arma intelectual del PSOE, IU y sus muletas sindicales, lo es también del PP y de muchos de los sectores sociales de algún peso. Ese arcaísmo social general lo ve de inmediato cualquier persona que llega a Asturies a pasar unos meses con nosotros o que sale fuera. Citemos, por ejemplo, a Díaz-Formenti, en la Nueva España del domingo 22 de payares del 2009: «Me gusta el dinamismo de EE UU en las cuestiones empresariales; Asturias, por el contrario, es como una vieja menopáusica».
Ese arcaísmo inútil se completa, además, con una mentalidad-praxis absolutamente nociva: la inexistencia en los partidos políticos mayoritarios no ya de un discurso acerca la sociedad asturiana y su futuro, sino de un análisis sobre su realidad; ausencia que se combina con una deletérea sumisión de cada una de esas fuerzas a los dictados de Madrid, tras los que corren con verdadero entusiasmo aún en los casos en que se sabe que van a apoyar decisiones contrarias a nuestros intereses (discurso federal, financiación autonómica, estatuto de Cataluña, por ejemplo).
¿Es posible el cambio en las tendencias demográficas futuras? Digamos, ante todo, que el intento de resolución de las mismas como una variable independiente (incentivando, por un decir, la natalidad con cheques-bebé o el trabajo de las madres mediante becas de guardería) carece de cualquier sentido y no tendrá más que efectos limitadísimos. Sin un cambio profundísimo en nuestra estructura productiva y nuestro dinamismo económico no lograremos invertir la tendencia. Pero ello, a su vez, no ocurrirá sin una radical modificación de nuestra concepción de la realidad, de nuestras perspectivas de futuro, de nuestros discursos sobre nosotros mismos y nuestra inserción en España y en el mundo, de nuestra autoestima y de nuestro proyecto como comunidad. Lo que, a su vez, exige una remoción total de quienes con su discurso y sus hechos vienen despilfarrando todas las oportunidades con que se nos ha querido ayudar, que son quienes, al mismo tiempo, mantienen y justifican esa mentalidad conservadora, arcaica, sumisa a Madrid y cerrada al mundo (que a ellos, por cierto, les va muy bien, aunque a los asturianos les venga muy mal).
¿Qué quien le pone el cascabel al gato? ¿Qué por dónde empezar? —dirán ustedes.
Pues miren, no hay riestra que no se haga panoja a panoja, silo de trigo que no se haya llenado grano a grano, cambio social que no se haya producido antes en cada una de las cabezas que pueden ver, que son capaces, después, de querer cambiar y que, efectivamente, echan adelante un pie, primero, otro a continuación, para ponerse finalmente en movimiento.
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