Me siento ante mi ordenador y sustancio el artículo que Pepe Monteserín publicaba en la Nueva España el pasado día 15 de junio: Decidido a escarmentar a su hijo de diecisiete años, que no quiere estudiar, el padre pide a un amigo político un empleo para su vástago, a fin de que aprenda lo que es la vida. El amigo, del mismo partido, le va ofreciendo sucesivamente empleos cuyos emolumentos van desde los 6.000 euros al mes a los 2.800. El padre los rechaza porque cree que no servirán para que su hijo tome conciencia, y solicita uno de menos retribución, de 800 euros. Entonces el amigo le responde: «—¿800 euros? ¡Imposible! ¡Esos empleos son por oposición, se necesita currículum, título universitario…!».
La fábula —medito— representa perfectamente lo que la mayoría de los ciudadanos piensa de sus políticos: un grupo de intereses (divididos, eso sí, en facciones, las más importantes de las cuales, PSOE y PP), un grupo de empresas que se han apoderado de una parte de la administración y del Estado, dotándose de prebendas y beneficios extraordinarios, en la mayoría de los casos escasamente justificables por su trabajo, por su servicio a la comunidad y, menos, por su rendimiento. Con el añadido, además, de que todo su azacaneo gesticulante parece ir siempre encaminado a competir con el rival por la posesión de la materia prima de su negocio, los votos, y no a solucionar los problemas de los ciudadanos o a prever los retos del futuro.
—Muy oportuno —reflexiono—. Porque dondequiera que uno oriente sus sentidos no se percibe otra cosa que la trompetería de los ciudadanos contra los cargos electos. Da igual que uno sintonice las tertulias radiofónicas que las de televisión, que indague por los blogs, en facebook o en twitter; es lo mismo que uno se arrime a la barra del chigre que a la cola del teatro; que espere ante la caja de la gran superficie que ante la del súper del barrio: no hay más que desafección y hastío hacia la política y los políticos. Quejas de su prepotencia, de sus gastos, de sus coches, de sus dietas, de sus viajes, de sus sueldos, de sus despachos, de sus asesores, de sus dispendios.
—Sí, la ciudadanía está de ellos (bueno, en alguna medida de «nosotros») hasta más arriba de la montera—me digo—. Tan es así que los políticos y los partidos aparecen en las encuestas como el tercer problema de España, muy por encima del terrorismo.
Advierto un estruendo a mi derecha, y por un instante la pantalla de mi ordenador se anubre. Cuando se vuelve a iluminar, mi trasgu particular, Abrilgüeyu, arrebalga sus breves patas patiestevadas y salta a la plataforma del teclado
—Esos políticos serán todos golpistas, digo —afirma—. ¿O no?
Incapaz de contestar tamaño despropósito deniego con la cabeza
—¡Ah! Entonces es que sigue viviendo el general y los nombra él, como hace cincuenta años. A todos: alcaldes, concejales, diputados provinciales, ministros, diputados en cortes…
Estupefacto, no sé por dónde empezar para contestarle. Él sonríe de oreja a oreja, estirando los belfos de su bocaza.
—Porque si no es así, ¿de qué se quejan? ¿No los eligen ellos? ¿No los ponen ahí elección tras elección, votando cada uno siempre a los suyos? Y, que yo sepa, nunca han sido distintos, ni en su concupiscencia, ni en su inutilidad, ni en el desprecio con que miran los intereses de sus votantes, precisamente por eso, porque saben que, hagan lo que hagan, volverán a votarlos casi los mismos.
Abocana unos instantes, me mira y prosigue:
—Así que cuando los veas a todos cambiar de voto, o bien no ir a votar, ese día puedes empezar a creer que están enfadados de verdad y que sus palabras no son un mero tópico conversacional, un ritual apotropaico para justificar sus pecados, porque, en el fondo, saben que van a volver a votar a los mismos y necesitan, en consecuencia, perdonarse por ello. Y lo hacen de esa forma oscura y contradictoria con que la psique negocia consigo misma la contumacia en aquello de lo que no está dispuesta a abandonar pero que conoce como execrable. Lo mismo que decía la Medea de Ovidio: «Video meliora proboque, deteriora sequor».
—Ya sabes, «por sus frutos los conoceréis» —Mateo, 7, 16 y 20, me aclara con una guiñada—, lo demás, fueya que lleva el vientu, ruido de vuvucelas en las gradas, que en nada influyen sobre el terreno de juego.
NOTA: asoleyóse na Nueva España del 02/07/10
La fábula —medito— representa perfectamente lo que la mayoría de los ciudadanos piensa de sus políticos: un grupo de intereses (divididos, eso sí, en facciones, las más importantes de las cuales, PSOE y PP), un grupo de empresas que se han apoderado de una parte de la administración y del Estado, dotándose de prebendas y beneficios extraordinarios, en la mayoría de los casos escasamente justificables por su trabajo, por su servicio a la comunidad y, menos, por su rendimiento. Con el añadido, además, de que todo su azacaneo gesticulante parece ir siempre encaminado a competir con el rival por la posesión de la materia prima de su negocio, los votos, y no a solucionar los problemas de los ciudadanos o a prever los retos del futuro.
—Muy oportuno —reflexiono—. Porque dondequiera que uno oriente sus sentidos no se percibe otra cosa que la trompetería de los ciudadanos contra los cargos electos. Da igual que uno sintonice las tertulias radiofónicas que las de televisión, que indague por los blogs, en facebook o en twitter; es lo mismo que uno se arrime a la barra del chigre que a la cola del teatro; que espere ante la caja de la gran superficie que ante la del súper del barrio: no hay más que desafección y hastío hacia la política y los políticos. Quejas de su prepotencia, de sus gastos, de sus coches, de sus dietas, de sus viajes, de sus sueldos, de sus despachos, de sus asesores, de sus dispendios.
—Sí, la ciudadanía está de ellos (bueno, en alguna medida de «nosotros») hasta más arriba de la montera—me digo—. Tan es así que los políticos y los partidos aparecen en las encuestas como el tercer problema de España, muy por encima del terrorismo.
Advierto un estruendo a mi derecha, y por un instante la pantalla de mi ordenador se anubre. Cuando se vuelve a iluminar, mi trasgu particular, Abrilgüeyu, arrebalga sus breves patas patiestevadas y salta a la plataforma del teclado
—Esos políticos serán todos golpistas, digo —afirma—. ¿O no?
Incapaz de contestar tamaño despropósito deniego con la cabeza
—¡Ah! Entonces es que sigue viviendo el general y los nombra él, como hace cincuenta años. A todos: alcaldes, concejales, diputados provinciales, ministros, diputados en cortes…
Estupefacto, no sé por dónde empezar para contestarle. Él sonríe de oreja a oreja, estirando los belfos de su bocaza.
—Porque si no es así, ¿de qué se quejan? ¿No los eligen ellos? ¿No los ponen ahí elección tras elección, votando cada uno siempre a los suyos? Y, que yo sepa, nunca han sido distintos, ni en su concupiscencia, ni en su inutilidad, ni en el desprecio con que miran los intereses de sus votantes, precisamente por eso, porque saben que, hagan lo que hagan, volverán a votarlos casi los mismos.
Abocana unos instantes, me mira y prosigue:
—Así que cuando los veas a todos cambiar de voto, o bien no ir a votar, ese día puedes empezar a creer que están enfadados de verdad y que sus palabras no son un mero tópico conversacional, un ritual apotropaico para justificar sus pecados, porque, en el fondo, saben que van a volver a votar a los mismos y necesitan, en consecuencia, perdonarse por ello. Y lo hacen de esa forma oscura y contradictoria con que la psique negocia consigo misma la contumacia en aquello de lo que no está dispuesta a abandonar pero que conoce como execrable. Lo mismo que decía la Medea de Ovidio: «Video meliora proboque, deteriora sequor».
—Ya sabes, «por sus frutos los conoceréis» —Mateo, 7, 16 y 20, me aclara con una guiñada—, lo demás, fueya que lleva el vientu, ruido de vuvucelas en las gradas, que en nada influyen sobre el terreno de juego.
NOTA: asoleyóse na Nueva España del 02/07/10
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