¿Qué nos enseña, desde el punto de vista de su significado histórico, la aparición de la fuente de la Rúa en Uviéu? Pues, en principio, la confirmación de una obviedad: desde hace, al menos, cien mil años el solar astur está ocupado y, en general, las poblaciones han tendido a aprovechar los asentamientos humanos anteriores, especialmente a partir de la fecha de las urbanizaciones que llamamos castros. Podríamos decir que, en la historia humana, las generaciones presentes y su quehacer son el humus sobre el que crecerán las generaciones futuras y el basamento sobre el que se levantarán sus edificios.
En ese proseguirse, las sucesivas generaciones de esta orilla del Cantábrico han ido conformando una identidad como grupo humano que se ha manifestado lo mismo como consciencia propia que como reconocimiento exterior de la misma. Un par de datos tempranos vienen a ejemplificarlo: en los primeros años de nuestra era, a lo largo de la muralla de Adriano, que separaba la Britania romanizada de lo que hoy es Escocia, se disponían una serie de guarniciones militares de las que tenemos noticia a través de diversas fuentes. Entre aquéllas, la llamada Ala Primera de los Ástures («Asturians», escriben los historiadores ingleses) en lo que es hoy Benwell; la Segunda de los Ástures, en el actual Chesters. Significativamente, la Primera Cohorte de Hispanos («Spaniards») tiene su ubicación en otro lugar de la misma línea defensiva. (Por cierto, no puedo evitar anotar que, empujados seguramente por la señardá, aquellos antepasados nuestros llevaron consigo a Inglaterra un vástago de su patria, una pequeña enredadera, la Erinus Hispanicus, un endemismo asturiano, cuyos zarcillos esguilen hoy todavía por las viejas piedras de Chesters). Asimismo, las actuales excavaciones de La Carisa nos han hecho ver que, algunas décadas antes de la invasión romana, los asturianos poseían (esto es, poseíamos) una fuerte estructura social que les / nos permitió organizar una poderosa y duradera resistencia militar contra Roma. «La Carisa demuestra que los astures ya tenían identidad social y territorial hace 2000 años», proclamó el General Francisco Ramos Oliver, en declaraciones a la Nueva España, a principios de septiembre de 2005.
Ocuparía mucho espacio una brevísima exposición de momentos históricos posteriores en que nuestra identidad como pueblo se documenta por propios o ajenos. Dejaré constancia aquí de tres: el Poema de Almería (en torno a 1147), donde se señala que acude al combate «la nación asturiana» con sus tropas, junto a otras del Reino; la Crónica Pelayana, para la cual los asturianos se habían convertido en el pueblo elegido por Dios («Escoyó Dios Asturies y per tol redol d´Asturies punxo unos montes firmísimos, y ye´l Señor el protector del so pueblu dende entós, agora y mientres el mundu durar»); el testamento del Rey Casto, el cual señala que la victoria de Pelayo «defendió enalteciéndolo al pueblo asturiano y cristiano» (asturiano, no otro).
De modo que, a lo largo de los siglos, la conciencia de una singularidad de los asturianos como pueblo ha sido siempre una evidencia, tanto entre la gente común como entre los intelectuales. Desde el último tercio del siglo XIX, sin embargo, se suceden proclamas que niegan la existencia de una colectividad asturiana, de alguna singularidad histórica o cultural suya o del derecho a tenerla.
Esa mentalidad la ejemplifica perfectamente el comportamiento de la inteligentsia regional a propósito de una exposición organizada durante el gobierno de don Antonio Trevín: Ástures, pueblos bárbaros en la frontera del Imperio, se denominaba. En contraste, una muestra del mismo género en Cantabria llevaba por título el de Cántabros, el origen de un pueblo. Era la misma mentalidad que, ya nes aboquiaes del franquismo, hizo levantar en Xixón una estatua al invasor y sojuzgador César Augusto, en agradecimiento porque habría venido a librarnos de nosotros mismos, a «civilizarnos».
Esa perspectiva sobre nuestra realidad vino actuando de forma permanente como una «matriz de vaciamiento». De ese modo, por ejemplo —y hasta los aplastantes datos recientes de la arqueología—, nuestra romanización habría resultado escasa o nula, los castros apenas habrían tenido historia antes de Roma, la configuración humana y social asturiana habría sido la de una serie de tribus dispersas, apenas sin organización interna ni relación entre ellas, la cristianización, nula. Se trataba, en suma, de mostrar que nada hubo que pudiera propiamente considerarse autóctono o particular asturiano, o que, de haber existido, habría sido despreciable: fabaraca, puxarra, forgaxa.
Si hasta hace poco la negación de lo asturiano se había venido produciendo como una «matriz de vaciamiento hacia atrás», a raíz del descubrimiento de la fuente de la Rúa viene gestándose lo que pudiéramos denominar una «matriz de vaciamiento hacia adelante». Se trata ahora de argumentar, en sentido contrario, que todo es romano y, en consecuencia, que las manifestaciones arquitectónicas que surgen con el Reino de Asturies, su crecimiento urbano, sus tradiciones legislativas y organizativas no serían otra cosa que reminiscencias romanas o de sus herederos inmediatos y, por tanto, de escaso mérito y, al par, degradadas, «decadentes», poco dignas de ser valoradas, por ende.
Y, sin embargo, es evidente que el nacimiento del Reino de Asturies, su permanencia a lo largo de un siglo, su expansión hacia el sur de España, así como su arquitectura y la vertebración poblacional interior que podemos suponer constituyen un hecho de primera magnitud en la historia. Tanto en lo que respecta al propio territorio asturiano, como en lo relativo a la trascendencia de ese siglo largo para España y Europa en el futuro, en cuanto preservación, transmisión y transformación de los valores culturales, sociales y políticos de Grecia y Roma, a los que hay que añadir, obviamente, los aportados por el cristianismo, esto es, los valores que nos conforman a los occidentales como un mundo de libertad y razón, y que se oponen, histórica y esencialmente, a otros tan queridos por la zapateridad.
Se puede discrepar sobre el significado de la historia posterior al Reino de Asturies y la permanencia, más o menos intensa, más o menos continuada en el tiempo, de un núcleo identitario político y social, cuestión en la que ahora no entraremos. Pero son indiscutibles dos cosas: la potencia, trascendencia y singularidad de esa historia, de un lado; de otro, el que es ella una historia autónoma, per se, en la que no estaba inclusa ninguna teleología sobre el futuro, al modo como en la nuez estaría contenido el nogal, o, para cierta retórica, en la historia el fin de la historia o en las clases sociales la desaparición de las mismas. Y, por lo tanto, no tiene sentido vaciar su significado, hacerlo inane o puramente temporal en virtud del «importante», del del futuro, del que no habría venido a ser otra cosa que una encarnación ancilar y temporal, al modo en que la crisálida no es más que una encarnación del ser «real», del objetivo final: la mariposa.
«Vita, magistra historiae». Algunos habrán podido pensar que se trata de un error. No lo es. De la misma manera que «nadie aprende en cabeza ajena», no creo yo —no conozco¬— que nadie o casi nadie aprenda de la historia (de los hechos del pasado). En cambio, es seguro que la Historia (la narración e interpretación del pretérito) nos dice mucho sobre los hombres que la hacen. En la Historia proyecta cada narrador / fabulador lo que es y lo que quiere ser, cuál es su ideología, cuál su cosmovisión y cuáles son sus relaciones emocionales para con la materia narrada y la realidad descrita.
En ese proseguirse, las sucesivas generaciones de esta orilla del Cantábrico han ido conformando una identidad como grupo humano que se ha manifestado lo mismo como consciencia propia que como reconocimiento exterior de la misma. Un par de datos tempranos vienen a ejemplificarlo: en los primeros años de nuestra era, a lo largo de la muralla de Adriano, que separaba la Britania romanizada de lo que hoy es Escocia, se disponían una serie de guarniciones militares de las que tenemos noticia a través de diversas fuentes. Entre aquéllas, la llamada Ala Primera de los Ástures («Asturians», escriben los historiadores ingleses) en lo que es hoy Benwell; la Segunda de los Ástures, en el actual Chesters. Significativamente, la Primera Cohorte de Hispanos («Spaniards») tiene su ubicación en otro lugar de la misma línea defensiva. (Por cierto, no puedo evitar anotar que, empujados seguramente por la señardá, aquellos antepasados nuestros llevaron consigo a Inglaterra un vástago de su patria, una pequeña enredadera, la Erinus Hispanicus, un endemismo asturiano, cuyos zarcillos esguilen hoy todavía por las viejas piedras de Chesters). Asimismo, las actuales excavaciones de La Carisa nos han hecho ver que, algunas décadas antes de la invasión romana, los asturianos poseían (esto es, poseíamos) una fuerte estructura social que les / nos permitió organizar una poderosa y duradera resistencia militar contra Roma. «La Carisa demuestra que los astures ya tenían identidad social y territorial hace 2000 años», proclamó el General Francisco Ramos Oliver, en declaraciones a la Nueva España, a principios de septiembre de 2005.
Ocuparía mucho espacio una brevísima exposición de momentos históricos posteriores en que nuestra identidad como pueblo se documenta por propios o ajenos. Dejaré constancia aquí de tres: el Poema de Almería (en torno a 1147), donde se señala que acude al combate «la nación asturiana» con sus tropas, junto a otras del Reino; la Crónica Pelayana, para la cual los asturianos se habían convertido en el pueblo elegido por Dios («Escoyó Dios Asturies y per tol redol d´Asturies punxo unos montes firmísimos, y ye´l Señor el protector del so pueblu dende entós, agora y mientres el mundu durar»); el testamento del Rey Casto, el cual señala que la victoria de Pelayo «defendió enalteciéndolo al pueblo asturiano y cristiano» (asturiano, no otro).
De modo que, a lo largo de los siglos, la conciencia de una singularidad de los asturianos como pueblo ha sido siempre una evidencia, tanto entre la gente común como entre los intelectuales. Desde el último tercio del siglo XIX, sin embargo, se suceden proclamas que niegan la existencia de una colectividad asturiana, de alguna singularidad histórica o cultural suya o del derecho a tenerla.
Esa mentalidad la ejemplifica perfectamente el comportamiento de la inteligentsia regional a propósito de una exposición organizada durante el gobierno de don Antonio Trevín: Ástures, pueblos bárbaros en la frontera del Imperio, se denominaba. En contraste, una muestra del mismo género en Cantabria llevaba por título el de Cántabros, el origen de un pueblo. Era la misma mentalidad que, ya nes aboquiaes del franquismo, hizo levantar en Xixón una estatua al invasor y sojuzgador César Augusto, en agradecimiento porque habría venido a librarnos de nosotros mismos, a «civilizarnos».
Esa perspectiva sobre nuestra realidad vino actuando de forma permanente como una «matriz de vaciamiento». De ese modo, por ejemplo —y hasta los aplastantes datos recientes de la arqueología—, nuestra romanización habría resultado escasa o nula, los castros apenas habrían tenido historia antes de Roma, la configuración humana y social asturiana habría sido la de una serie de tribus dispersas, apenas sin organización interna ni relación entre ellas, la cristianización, nula. Se trataba, en suma, de mostrar que nada hubo que pudiera propiamente considerarse autóctono o particular asturiano, o que, de haber existido, habría sido despreciable: fabaraca, puxarra, forgaxa.
Si hasta hace poco la negación de lo asturiano se había venido produciendo como una «matriz de vaciamiento hacia atrás», a raíz del descubrimiento de la fuente de la Rúa viene gestándose lo que pudiéramos denominar una «matriz de vaciamiento hacia adelante». Se trata ahora de argumentar, en sentido contrario, que todo es romano y, en consecuencia, que las manifestaciones arquitectónicas que surgen con el Reino de Asturies, su crecimiento urbano, sus tradiciones legislativas y organizativas no serían otra cosa que reminiscencias romanas o de sus herederos inmediatos y, por tanto, de escaso mérito y, al par, degradadas, «decadentes», poco dignas de ser valoradas, por ende.
Y, sin embargo, es evidente que el nacimiento del Reino de Asturies, su permanencia a lo largo de un siglo, su expansión hacia el sur de España, así como su arquitectura y la vertebración poblacional interior que podemos suponer constituyen un hecho de primera magnitud en la historia. Tanto en lo que respecta al propio territorio asturiano, como en lo relativo a la trascendencia de ese siglo largo para España y Europa en el futuro, en cuanto preservación, transmisión y transformación de los valores culturales, sociales y políticos de Grecia y Roma, a los que hay que añadir, obviamente, los aportados por el cristianismo, esto es, los valores que nos conforman a los occidentales como un mundo de libertad y razón, y que se oponen, histórica y esencialmente, a otros tan queridos por la zapateridad.
Se puede discrepar sobre el significado de la historia posterior al Reino de Asturies y la permanencia, más o menos intensa, más o menos continuada en el tiempo, de un núcleo identitario político y social, cuestión en la que ahora no entraremos. Pero son indiscutibles dos cosas: la potencia, trascendencia y singularidad de esa historia, de un lado; de otro, el que es ella una historia autónoma, per se, en la que no estaba inclusa ninguna teleología sobre el futuro, al modo como en la nuez estaría contenido el nogal, o, para cierta retórica, en la historia el fin de la historia o en las clases sociales la desaparición de las mismas. Y, por lo tanto, no tiene sentido vaciar su significado, hacerlo inane o puramente temporal en virtud del «importante», del del futuro, del que no habría venido a ser otra cosa que una encarnación ancilar y temporal, al modo en que la crisálida no es más que una encarnación del ser «real», del objetivo final: la mariposa.
«Vita, magistra historiae». Algunos habrán podido pensar que se trata de un error. No lo es. De la misma manera que «nadie aprende en cabeza ajena», no creo yo —no conozco¬— que nadie o casi nadie aprenda de la historia (de los hechos del pasado). En cambio, es seguro que la Historia (la narración e interpretación del pretérito) nos dice mucho sobre los hombres que la hacen. En la Historia proyecta cada narrador / fabulador lo que es y lo que quiere ser, cuál es su ideología, cuál su cosmovisión y cuáles son sus relaciones emocionales para con la materia narrada y la realidad descrita.
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