En memoria de don José María Martínez Cachero, profesor
Ante todo: lo que aquí se expresa se dice desde el punto de vista exclusivo de los intereses de los asturianos, ni desde el de los catalanistas, ni desde el de los centralistas. Asentado esto, conviene dejar claro que el que el Estatut era inconstitucional lo sabía cualquiera que quisiese verlo. Había que ser muy lerdo para no entenderlo o muy voluntariamente ciego para no verlo.
Porque el Estatut partía de un presupuesto: que había dos comunidades políticas soberanas (dos naciones) que pactaban entre sí un texto de reconocimiento mutuo y de organización política común. (He dicho “el Estatut”, digamos, mejor, sus impulsores, redactores y muñidores, es decir, principalmente, el PSOE.) Lo que ha hecho el Constitucional, pues, es manifestar lo evidente: que el pacto político en que se basa la democracia española tiene como un único sujeto soberano al conjunto de los ciudadanos que se asientan sobre el territorio que va de los Pirineos a Cádiz, del Mediterráneo al Atlántico. A partir de esa única entidad política de soberanía radical (nación) se pueden establecer delegaciones de soberanía territorial, organizativa y jurídica (estatutos y comunidades autónomas), que constituyen un pacto entre una de las partes del todo y el todo.
Para realizar, pues, un pacto político como el que el Estatut implica(ba) es necesario no ya reformar la Constitución, sino refundar el Estado desde otros presupuestos, es decir, desde un nuevo pacto político que implique el reconocimiento de otros sujetos de soberanía distintos. Dada esa premisa de evidencia palmaria, el Constitucional se ha limitado a anular (por liquidación o por lectura aclaratoria) todo aquello que suponía ese pacto entre dos sujetos políticos de soberanía previa. Y lo ha hecho tras cuatro años de doloroso parto y a través del sector de magistrados (los progresistas) más inclinado a ser benevolente en la interpretación de lo que puede caber en la soberanía delegada.
Desde el punto de vista de los asturianos, no cabe más que el aplauso. Porque, ¿a santo de qué hemos de tolerar que se produzca bajo cuerda un nuevo pacto fundacional del Estado que nos convierte en ciudadanos de segunda dentro del mismo? A fin de cuentas, si hay que ir a un refundación de España de tipo confederal, nosotros somos una de las nacionalidades que la nonata constitución de la I República consideraba como titulares de soberanía previa a la del conjunto. Otra cosa es que nos convenga o que lo deseemos, pero “derechos”, como los demás; y, en cualquier caso, que no cuenten con nosotros para aupar a otros sobre nuestras espaldas.
Pero, al margen de esa cuestión central, el Estatut ha sido rectificado en otros puntos que constituían un agravio económico para el resto y que significaban que una de las partes del acuerdo (Cataluña) imponía al conjunto de la otra (a la totalidad y a cada una de las comunidades autónomas) su voluntad y sus condiciones, esto es, dictaba las normas políticas y financieras para todos. Por ejemplo, el artículo 206.3, donde se establecía que Cataluña colaboraría a la igualdad de servicios, garantizada por el Estado, en todas las comunidades “siempre y cuando [éstas] lleven a cabo un esfuerzo fiscal también similar”. O la pretensión taborizadora de quedarse para siempre como se estaba —fuese como les fuese a Cataluña y los demás— del 206.5: “El Estado garantizará que la aplicación de los mecanismos de nivelación no altere en ningún caso la posición de Cataluña en la ordenación de rentas per cápita entre las Comunidades Autónomas antes de la nivelación”. O el apartado uno de la disposición adicional tercera, que obligaba al Estado (esto es, a todos nosotros) a invertir en infraestructuras en Cataluña durante siete años el porcentaje del PIB bruto de Cataluña en relación con el del Estado (¡Y ojo, que disposiciones semejantes existen en otros estatutos!).
Pero al margen de ello, conviene subrayar que el Estatut ha sido redactado al modo con que se redactan hoy las leyes en España, con una mezcla de idiocia y chambonería. Pues, en efecto, se ha apuntado que también gobiernos anteriores al de Zapatero habían acordado la modificación de las leyes de financiación en virtud de sus pactos con los nacionalistas catalanes. Sin embargo, nadie se había atrevido hasta ahora a hacer constar en una parte (disposiciones adicionales octava, novena y décima del Estatut) cómo deberían ser en el futuro las leyes que rigiesen al resto de comunidades. Tal es el genio que rige hoy la política, la administración y la legislación. Por cierto, de idéntica chapucería jurídica es la «Cláusula Camps» del Estatuto valenciano.
Terminemos por señalar que, en el reciente Debate sobre el Estado de la Nación, el señor Zapatero ha manifestado que si, por imperativo constitucional, Cataluña no puede ser “una nación jurídica” será “una nación política”, esto es, como hemos explicado arriba, “ya que no puede ser una nación política, que sea una nación política”. Este hombre no puede ser tan tonto como parece: su cuerpo, en vez de por carbono y agua, debe de estar constituido, sustancialmente y a partes iguales, por inverecundia, desfachatez y desprecio a la inteligencia de los ciudadanos.
Porque el Estatut partía de un presupuesto: que había dos comunidades políticas soberanas (dos naciones) que pactaban entre sí un texto de reconocimiento mutuo y de organización política común. (He dicho “el Estatut”, digamos, mejor, sus impulsores, redactores y muñidores, es decir, principalmente, el PSOE.) Lo que ha hecho el Constitucional, pues, es manifestar lo evidente: que el pacto político en que se basa la democracia española tiene como un único sujeto soberano al conjunto de los ciudadanos que se asientan sobre el territorio que va de los Pirineos a Cádiz, del Mediterráneo al Atlántico. A partir de esa única entidad política de soberanía radical (nación) se pueden establecer delegaciones de soberanía territorial, organizativa y jurídica (estatutos y comunidades autónomas), que constituyen un pacto entre una de las partes del todo y el todo.
Para realizar, pues, un pacto político como el que el Estatut implica(ba) es necesario no ya reformar la Constitución, sino refundar el Estado desde otros presupuestos, es decir, desde un nuevo pacto político que implique el reconocimiento de otros sujetos de soberanía distintos. Dada esa premisa de evidencia palmaria, el Constitucional se ha limitado a anular (por liquidación o por lectura aclaratoria) todo aquello que suponía ese pacto entre dos sujetos políticos de soberanía previa. Y lo ha hecho tras cuatro años de doloroso parto y a través del sector de magistrados (los progresistas) más inclinado a ser benevolente en la interpretación de lo que puede caber en la soberanía delegada.
Desde el punto de vista de los asturianos, no cabe más que el aplauso. Porque, ¿a santo de qué hemos de tolerar que se produzca bajo cuerda un nuevo pacto fundacional del Estado que nos convierte en ciudadanos de segunda dentro del mismo? A fin de cuentas, si hay que ir a un refundación de España de tipo confederal, nosotros somos una de las nacionalidades que la nonata constitución de la I República consideraba como titulares de soberanía previa a la del conjunto. Otra cosa es que nos convenga o que lo deseemos, pero “derechos”, como los demás; y, en cualquier caso, que no cuenten con nosotros para aupar a otros sobre nuestras espaldas.
Pero, al margen de esa cuestión central, el Estatut ha sido rectificado en otros puntos que constituían un agravio económico para el resto y que significaban que una de las partes del acuerdo (Cataluña) imponía al conjunto de la otra (a la totalidad y a cada una de las comunidades autónomas) su voluntad y sus condiciones, esto es, dictaba las normas políticas y financieras para todos. Por ejemplo, el artículo 206.3, donde se establecía que Cataluña colaboraría a la igualdad de servicios, garantizada por el Estado, en todas las comunidades “siempre y cuando [éstas] lleven a cabo un esfuerzo fiscal también similar”. O la pretensión taborizadora de quedarse para siempre como se estaba —fuese como les fuese a Cataluña y los demás— del 206.5: “El Estado garantizará que la aplicación de los mecanismos de nivelación no altere en ningún caso la posición de Cataluña en la ordenación de rentas per cápita entre las Comunidades Autónomas antes de la nivelación”. O el apartado uno de la disposición adicional tercera, que obligaba al Estado (esto es, a todos nosotros) a invertir en infraestructuras en Cataluña durante siete años el porcentaje del PIB bruto de Cataluña en relación con el del Estado (¡Y ojo, que disposiciones semejantes existen en otros estatutos!).
Pero al margen de ello, conviene subrayar que el Estatut ha sido redactado al modo con que se redactan hoy las leyes en España, con una mezcla de idiocia y chambonería. Pues, en efecto, se ha apuntado que también gobiernos anteriores al de Zapatero habían acordado la modificación de las leyes de financiación en virtud de sus pactos con los nacionalistas catalanes. Sin embargo, nadie se había atrevido hasta ahora a hacer constar en una parte (disposiciones adicionales octava, novena y décima del Estatut) cómo deberían ser en el futuro las leyes que rigiesen al resto de comunidades. Tal es el genio que rige hoy la política, la administración y la legislación. Por cierto, de idéntica chapucería jurídica es la «Cláusula Camps» del Estatuto valenciano.
Terminemos por señalar que, en el reciente Debate sobre el Estado de la Nación, el señor Zapatero ha manifestado que si, por imperativo constitucional, Cataluña no puede ser “una nación jurídica” será “una nación política”, esto es, como hemos explicado arriba, “ya que no puede ser una nación política, que sea una nación política”. Este hombre no puede ser tan tonto como parece: su cuerpo, en vez de por carbono y agua, debe de estar constituido, sustancialmente y a partes iguales, por inverecundia, desfachatez y desprecio a la inteligencia de los ciudadanos.
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