Esa miserable, magnífica humanidad


Quien haya adquirido una cierta experiencia vital no es fácil que tenga un alto concepto de la humanidad. En la vida cotidiana de cada individuo predomina el egoísmo sobre la generosidad; el egotismo agota la capacidad para ponerse en el lugar del otro; el rencor y el odio son fuerzas indesmayables, frente al agradecimiento o el amor; cualquier motivo trivial desencadena el rencor y la inquina; la concupiscencia nos domina, la abulia nos inmoviliza, el escepticismo nos hace indiferentes al bien y lo bueno; la estolidez y la ceguera intelectual priman sobre la inteligencia, la rutina sobre la pereza, el misoneísmo sobre la apertura a las cosas nuevas… No, ciertamente, poco hay en la conducta habitual de los individuos de la especie (es decir, de cada uno de nosotros) que nos anime a la estima de nuestros semejantes.

Pero junto a esos comportamientos, los humanos somos a veces capaces de las mayores gestas y heroicidades, de comportamientos extremadamente generosos y altruistas. Estos días, precisamente, han coincidido tres noticias de este género. La primera de ellas ha sido, evidentemente, la del éxito en el rescate de los mineros atrapados en la mina San José, en Chile. Todo en esa historia ha sido admirable: el comportamiento de los mineros, el impulso del Estado, la organización y la precisión técnica. Incluso, la atención a los pequeños detalles, como ese de poner el nombre de «Fénix» (el ave que renace de sus cenizas) a la cápsula rescatadora, demuestra el cuidado y perfección con que se ha desarrollado toda la operación.

(Por cierto, es ese aspecto de nuestro desarrollo como especie, el de la capacidad de conocer el mundo mediante la ciencia y dominarlo a través de la técnica —que nos permite, por ejemplo, «ver y saber» los primeros momentos del universo o mandar naves fuera de nuestro sistema solar—, uno de los más admirables de nuestros rasgos.)

La segunda noticia es el premio Nobel con que se ha galardonado a Liu Xiaobo, uno de los participantes en la histórica manifestación de la plaza de Tiananmen en 1989, que lleva en prisión desde las Navidades de 2009 por pedir elecciones libres en China. Liu Xiaobo pertenece a esa clase de individuos admirables por ser capaces de sacrificar, de forma pacífica, su libertad, y eventualmente su vida, por sus convicciones y por los demás. Es una conducta de no escasos ejemplos: Aminatu Haidar, Orlando Zapata, Guillermo Fariñas, Ghandi, Jesús de Nazaret. Una larguísima lista en cuyo extremo conocido podríamos situar a Sócrates, quien arrostra la muerte para no violar las leyes de la ciudad.

(A propósito, subrayemos una vez más —frente a los sueños de los ilusos o a las logomaquias de quienes pretenden engañarnos para administrar ellos el futuro— que no existe ningún comunismo real sin tiranía y sin dictadura, incluso los comunismos con gestión restringida de mercado libre y acumulación parcial capitalista, como el de China. De paso, al recordar que el gobierno chino calificó de «blasfemia» la atribución del Nobel a Liu Xiaobo, apuntemos lo cerca que están entre sí los lenguajes de las diversas iglesias.)

La tercera noticia arranca muy atrás en el tiempo, hace 500.000 años. Según un artículo suscrito por investigadores de Atapuerca, dos trozos del esqueleto de un Homo Heildebergensis, una cadera (llamada donosamente «Elvis») y un fragmento de columna vertebral, permiten afirmar que el hombre cuyo cuerpo sostenían era un hombre senil, con una importante minusvalía por degeneración ósea, y viejo, de 45 años (piénsese, al respecto, que, por ejemplo, la expectativa de vida de la población china era de 40 años en la década de 1950). Pues bien, entienden los firmantes de dicho estudio que esa persona hubo de recibir ayuda continua, durante un largo tiempo, de los demás miembros de la tribu, tanto para proporcionarle comida como ayudarlo a desplazarse, sin que, por otro lado, dados su estado físico y las escasas tareas en que pudiese haberse ocupado el grupo, él fuese capaz de ayudarlos en nada.

He aquí, pues, que, ya en nuestros albores —propiamente, en los albores de nuestros albores, entre los antepasados que nos precedieron en el árbol evolutivo—, junto con esas actitudes negativas que, en el primer párrafo, he señalado nos caracterizan como individuos y como especie, éramos ya capaces de actuar con altruismo y caridad (prefiero esta palabra, más clásica y compleja en acepciones y connotaciones que la de «solidaridad»).

Así somos: «optimum in peiore», o viceversa, si se prefiere, «lo peor en lo mejor».

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