Vargas Llosa


Hace más de veinte años, hacia finales de los 80, sostuve, en una discusión con otros profesionales de la enseñanza y la crítica, que Mario Vargas Llosa era «el mejor novelista del mundo». Mi afirmación fue rebatida por unos y acogida por otros con miradas displicentes. En parte, porque era una babayada: mi conocimiento de la literatura universal (y, por tanto, de todos sus autores) es notablemente deficiente y no soy yo, sin duda, el crítico más certero del mundo. Pero había otra razón importante para el rechazo a mi afirmación: el reciente premio Nobel no era persona especialmente apreciada en los ambientes en que se movían mis interlocutores. Téngase en cuenta, además, que, sobre su despego de la revolución cubana, el escritor arequipeño sostenía una campaña contra la pretensión del presidente Alán García de nacionalizar la banca (un mito tan de revolución pendiente para socialistas y falangistas) y que estaba a punto de empezar su campaña para las presidenciales del país por el comienzo de cuya ruina se preguntaba el protagonista Santiago Zavala al comenzar Conversación en la catedral: «¿En que momento se jodió el Perú, Zavalita?».

(Convendría recordar que, durante aquellas elecciones, la internacional de la burgueprogresía izquierdista atacó con saña a Vargas Llosa, al tiempo que apoyaba al luego dictador Alberto Fujimori, con acierto semejante a como, años antes, había preferido al Sha de Persia frente al ayatollah Jomeini. De aquel desatino e injusticia apenas se han oído en el día de hoy ni reconocimientos ni por ellos disculpas).

En todo caso, mi afirmación, aunque un punto temeraria, tenía, sin embargo, un firme sostén no solo en su lenguaje y en su calidad como novelista (su capacidad para inventar personajes, lo complejo y variado de sus tramas, lo distinto y veraz de sus ambientes, su permanente innovación de los aspectos técnicos, lo variado de sus tonos narrativos), sino en que, en comparación con otros novelistas contemporáneos sudamericanos —tal vez más famosos y apreciados en los ambientes de la burgoprogresía—, el autor de La ciudad y los perros tenía un amplio registro y no se limitaba a tocar, una y otra, vez variaciones de una misma partitura.

Junto a su obra de creación narrativa, de la que a continuación hablaremos, el reciente premio Nobel es autor de obras de teatro de cierto éxito (La señorita de Tacna (1981), Kathie y el hipopótamo (1983), Al pie del Támesis (2008)).

Ha obtenido, asimismo, un reconocimiento generalizado por sus ensayos sobre literatura, entre los que destacan García Márquez: historia de un deicidio (1971), Historia secreta de una novela —sobre el proceso creativo de La casa verde— (1971) y La orgía perpetua: Flaubert y "Madame Bovary" (1975). Su libro de memorias El pez en el agua, que incluye, de un lado, su infancia y juventud y, de otro, la campaña de las presidenciales de 1990 es un libro muy interesante. Asimismo, hay que recordar que, además del actual galardón, ha recibido otros tan importantes en el ámbito de las letras como el Príncipe de Asturias y el Miguel de Cervantes. Es también miembro de la Real Academia de la Lengua Española desde 1994.

De entre las novelas del autor creo que las más notables, por su ambición, por su complejidad, por los mundos que abordan, novelas que por esas razones podríamos calificar como «totales», son Conversación en la catedral (1969), La casa verde (1966), La fiesta del chivo (2000) y, en especial, La guerra del fin del mundo (1981). Naturalmente, no todas las novelas del arequipeño mantienen ese marchamo de novela grande: las dos que tienen por protagonista a Lituma, ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) y Lituma en los Andes (1993), son, a mi entender, de esas.

Por su tono humorístico y su carácter paródico harán las delicias de cualquier lector La tía Julia y el escribidor (1977) y Pantaleón y las visitadoras (1973). Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997) nos acercan especialmente al tema del erotismo, de una forma compleja y, por supuesto, creativa.

En otro orden de cosas, hay que anotar que, durante estos días, es unánime la alabanza de las virtudes personales y sociales del autor: su cortesía, su educación y su modestia, elementos que se enmarcan en una gran capacidad comunicativa y en una tremenda elegancia en el discurso oral y en la conversación, virtudes que se advierten en cada una de sus entrevistas y que son aún más admirables en estos tiempos en que no son frecuentes ni la cortesía ni la elegancia en el hablar.

Su próxima novela, a punto de ver la luz, será El sueño del celta sobre la vida de Roger Casement, un complejo personaje irlandés que contempló y denunció las atrocidades del régimen de Leopoldo II en el Congo Belga. Este es su comienzo:

«Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó, asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia.

—Visita —murmuró el sheriff, sin quitarle los ojos de encima.»


Nota: asoleyóse n'El Comercio del 10/10/10

1 comentario:

Anónimo dijo...

vargas llosa no me gusta como escribe ni lo que escribe ni lo que hace ¿tan dificil es decirlo?