CALEYANDO Y OBSERVANDO
Lo que siguen son algunas observaciones sobre el
comportamiento de la gente en la calle tras el alzamiento de las últimas
medidas restrictivas, tras la entrada en la llamada fase 1 del desempozamiento.
Naturalmente tienen un valor tan limitado como discutible. Su exactitud o
veracidad viene condicionada por muchos factores: lo restringido de mi experiencia
en lo territorial y en lo temporal; la configuración cerebral de mis
instrumentos de observación, que, entre otras cosas, vienen modelados por la
experiencia personal; mis condicionamientos para extraer juicios de lo contemplado;
mis prejuicios, acaso. He de decir también que en lo observado incluyo también
aportaciones ajenas: fotografías e informaciones de las redes y de la prensa.
Las dos miradas y los dos tonos. En las informaciones y
valoraciones sobre el comportamiento de la gente en la calle, existen dos
fuentes distintas, la de aquellos que señalan que, en general, en lo por ellos
visto, la mayoría de las personas cumplen con las normas de protección y
distancia, y los que subrayan fundamentalmente los incumplimientos. Casi
siempre, el tono de los primeros es sereno y equilibrado; el de los segundos
tiende a la estridencia. Cabe aquí efectuar dos precisiones. La primera es que
algunas fotos (no todas) de las primeras horas de salida distorsionaban la
perspectiva, lo que aumentaba la sensación de aglomeración. La segunda es que
las aglomeraciones se producen exclusivamente en “los sitios de paseo”
(avenidas, parques, paseos marítimos…); si uno se desplaza a pocos metros, el
tránsito de personas es escaso. Existen, incluso, caminos, por un decir, en que
hacia el oeste se aglomera la gente, y hacia el este están vacíos.
Mascarillas, los guantes y los geles. Hubo desabastecimiento
generalizado de todo hasta hace poco. En ocasiones aparecía un producto por
unas horas y luego desaparecía. En el momento de escribir esto existe
suministro abundante de mascarillas y de geles. Faltan, sin embargo, guantes.
Las mascarillas de niño siguen siendo un problema.
Uso de las mascarillas. No tengo evidentemente una
estadística, solo impresiones. La primera de ellas es que sorprendentemente las
cohortes de mucha edad (digamos de 75 años para arriba) usan mucho más ese
elemento de protección que otros grupos (se podría pensar que tuviesen menos
información o formación). En las cohortes de menor edad el uso me parece menor;
muy, muy especialmente, en los varones. Es curioso ver cuántas parejas pasean
llevando ella el adminículo facial y él no. Supongo que actúan ahí dos
factores: el primero, una cierta sensación de ridículo; el segundo un prejuicio
de “varonidad”, como si supusiese un desdoro por cobardía el protegerse.
Ciertos grupos foriatos (he dicho “ciertos”, no todos)
presentan una alta infrecuencia de protección, con frecuencia en todos los miembros
de la familia cuando van juntos. Es como si tuviesen una sociabilidad al margen
de la vida social general. Ahora bien, quienes llevan la palma son los jóvenes:
son limitados los que visten mascarilla o guantes, numerosos los que circulan
en grupos más o menos grandes, pegados unos con otros y sin aditamentos
protectores. Calculo que funcionan ahí varias cosas: el creerse inmortal,
emoción tan propia de la edad; el desprecio a las normas de los mayores y algo
que seguramente se ha producido en las últimas décadas: los jóvenes, educados y
agrupados entre ellos desde sus primeros años y con poca interacción con el
mundo de la producción, viven en un mundo encapsulado cuyos únicos puntos de
referencia son sus iguales. Tampoco los obreros son muy proclives a la
protección. Es cierto que es incómodo trabajar con mascarilla y que en épocas
normales se desdeñan, incluso, en trabajos que provocan, por ejemplo,
inspiración del polvo del corte de baldosas; pero supongo que actúan aquí otros
dos factores, el de “varonidad”, que he apuntado arriba, y el miedo a quedar
señalado como cobarde si alguien usa la protección cuando los compañeros no la
llevan
Mesas y terrazas. He defendido siempre que la vida
económica debe continuar. Con todo, el abrir solo las terrazas parece una
medida de prudencia en estos momentos. Ahora bien, al margen de comportamientos
extralimitados por parte de los parroquianos o de los chigreros, dado el tamaño
de las mesas es imposible mantener la distancia de seguridad, por más que se
quiera, cuando se sientan más de dos personas a una mesa, y no digamos ya si se
trata de esas mesitas-velador, de las que se dispone para aprovechar el
espacio, donde difícilmente caben las consumiciones. Es cierto que no pasa nada
si quienes se sientan son convivientes, pero cuando son meramente amigos es
otra cosa.
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